Todos los días de mi vida escucho música a todas horas. Escuchar Metallica es una tradición, por lo menos una vez al día. Los comienzos de “Fade to Black” y “One” me inspiran, me gusta recrearme con el solo de guitarra de “Master of Puppets”, me motivan “Kill ‘Em All” y “Death Magnetic”, me encanta la fuerza de “Sad But True” y “Enter Sandman”, “To live is to die” me parece distinta, “Garage Inc” te abre el cielo musical, “Load” y “Reload” dejan buenas canciones en otros registros (a pesar de la crítica), “S&M” es lo más impresionante que he visto en un concierto y sobre todo me gusta cerrar los ojos y escuchar como Kirk Hammett acaricia las cuerdas de su guitarra.

El día 26 de mayo de 2012 cerré los ojos y, de repente, alguien me empujaba por detrás, también por los lados y me oprimían por delante. El olor a cerveza y a camiseta mojada impregnaba el lugar y el ruido era imponente. Abrí los ojos y allí estaba él con su melena rizada y larga, piel tostada, vestido de negro y guitarra en mano. A su lado James Heitfield animaba al público gritando: “Are you alive?!” y Robert Trujillo balanceaba su enorme trenza mientras arreaba su bajo como si de una Harley Davison se tratara. Y ahí fue cuando Lars Ulrich aporreó su batería generando tal estruendo que me golpeó en la cara. Yo estaba allí y ellos también, era un concierto de Metallica.

Todo empezó con la armonía de Ennio Morricone, para mí el rey de las bandas sonoras; gracias a él el paisaje se convirtió en desierto, todos empuñaban un revolver y el “Western feeling” se apoderó de las 55.000 personas que cantaban aclamando la aparición de los 4 pistoleros. Y al fin entraron en escena y comenzó la velada. Un solo de batería pregonaba “Hit the lights”, la primera canción de la carrera de los angelinos. Y después, ¿tan pronto?, “Master of Puppets”: el público enloqueció con las primeras notas, todos corrieron en sus mentes en forma de estampida, gritando, quemando adrenalina y protestando al cielo: “Master!”. Hasta que las pulsaciones bajan de golpe, todos se relajan y James Heitfield pide: “Juntos” y todos corean el solo de guitarra de Kirk Hammett, disfrutando y sintiéndose realizados.

A este himno del heavy metal le siguieron dos míticas canciones de sus dos álbumes siguientes, acabando el primer cuarto de concierto con “Hell and back”, su último tema. Y ya había llegado el momento de escuchar íntegramente el “Black álbum”, 20 años después de su publicación, el álbum más exitoso de la banda con más de 25 millones de copias vendidas y del que pudimos disfrutar acompañado un vídeo de presentación en el que aparecían nuestros ídolos con unos añitos menos y algo más de pelo.

Fueron dos horas y media llenas de momentos. El sonido del bajo de “My friend of misery” y “The God that failed” atenuaron la luz de la noche e iniciaron un viaje a los más profundos sentimientos de nuestros corazones que consiguieron salir y explotar en el aire, con ayuda de los miles de hermanos que gritaban al son. La fuerza de “Wherever I may roam”, “Sad but true” y “Seek and destroy” hizo enloquecer a los más heavys, cantando y saltando, cantando y saltando; y levantando los puños agradeciendo el esfuerzo.

La luz se apaga y Kirk Hammett se adelanta y empieza a tocar las primeras notas, las hordas rugen, te dejas llevar y…”Nothing else matters”. Los mecheros en alto (ahora son iPhones, pero pensemos que son mecheros), todos aprendemos inglés por unos minutos, la voz de James Heitfield es suave y limpia, los punteos de guitarra exquisitos y cumples un sueño de la adolescencia.

La temperatura crece, los acordes de “Enter Sandman” aumentan exponencialmente de volumen y llega la hora de quemar adrenalina. Bocanadas de fuego hacen arder los riffs de guitarra y los aullidos de Heitfield arengando a su ejército: “Ouh yeah?!”

Y el mejor concierto de mi vida acaba con el mejor comienzo que jamás ha tenido una canción desde que las canciones se llaman canciones. Sí, hablo de “One”. Petardos, morteretes, cohetes, explosivos, buscapiés, triquitraques, fuegos artificiales, ruido y más ruido y humo. Hasta que llega el silencio y se entona la melodía que te azora la piel, las psicodélicas luces de colores fluyen al ritmo, como un metrónomo. Y los brazos se erigen en lo alto balanceándose al son, cantando, vibrando y casi llorando de la emoción porque estabas en tu casa y, de repente, no sabes cómo, te encontrabas a unos metros de tus ídolos gritando: “SEEK AND DESTROY!”

Pablo Melgar

 

One – Metallica