Rayuela está escrita en glíglico, y eso en el capítulo 20 no sabemos lo que es. Pero no nos importa porque nos cubre, nos mancha y nos ilumina en la oscuridad de un código que no entendemos y del que solamente ellos dos son cómplices. Es la única manera de sentir la magia transparente que fluye entre ambos. Horacio Oliveira, a pesar de su elevado mundo interior, en ese momento no sabría hacernos una tesis sincera sobre su adoración a la Maga. Sin embargo, seguramente sí sería capaz de hacernos una lista de todas las formas que se le ocurren de dejarla. Día tras día piensa en ellas, y a la misma vez no querría llevar a cabo ninguna, aunque su orgullo no le hiciese reconocerlo jamás, incluso ni a sí mismo.
Acaban de llegar al apartamento, pues han estado bebiendo unas copas y charlando tranquilamente con unos amigos. La Maga ha estado alejada de Horacio toda la noche hablando con otro hombre. No de forma descarada ni queriendo insinuar nada pero Horacio se aprovecha de la valentía que le da un cabreo banal y lo transforma en una excusa para tirarse a la piscina torpemente, él que tanto ejercita la racionalidad de sus actos: “Siempre me sospeché que acabarías acostándote con él.” No sabe hacerlo de otra manera y, de esta forma, fuerza unos presuntos celos (es posible que no sea ni celoso) para comenzar la pelea.
Sin embargo, ella no es la clase de mujer que se arrodillaría a la primera y muestra absoluta independencia para escupirle su indiferencia ante la primera amenaza de ruptura. Y ambos personajes se ven envueltos en una discusión donde las descripciones se hacen a un lado para que las frases sin filtro hablen con la daga entre los dientes, sin pensar en las consecuencias, pues en el fondo no se las acaban de tomar en serio. Además, Cortázar recubre a cada una de las contestaciones con un orgullo muy personal, en las que los protagonistas no tienen en cuenta el corazón del otro, que también es el suyo, y que han empezado a separar de a poco en dos.
La primera fase de la discusión se acaba y como ninguno de los piensa de veras lo que acaba de decir, todo acaba en risas, en abrazos y en vergüenza. Es entonces el turno de las bromas y del silencio en sonrisas que lleva a disputar entre líneas lo que antes se hacía con dardos. Aquí llega una de las primeras descripciones, que sirve de pausa para recrearnos en la tregua de la disputa, real hasta en las batallas más sangrientas. Incluso llegan a tocarse, a sentirse, a besarse, y buscan un resquicio de complicidad en mitad de la guerra.
Pero el chiste jamás es eterno y el flirteo acaba con un tacto que quema. Uno de los dos se ve abrumado por la realidad e intenta salir de la habitación. Se separa de ella, no lo soporta más, pero la Maga le detiene. Ella sí quiere hablarlo. Oliveira ya no encuentra lúcidas ninguna de las cincuenta razones que tenía para dejar a la Maga pero no quiere dar marcha atrás. Así que prefiere no pensar y se hunde en el fondo de su mate, mientras La Maga le pide explicaciones y el tono se llena de nostalgia. Una nostalgia de quien echa de menos a alguien, la primera vez que se lo imagina lejos de él. Vemos cómo cambia el tono en cada frase y el autor mantiene la tensión en esta pugna de pequeñas batallas que se diluyen vertiginosamente en un eterno tira y afloja, y en un cambio de roles continuo.
Y la conversación llega al escalón de las confidencias, de los juicios sinceros y de los análisis absolutos como el de “nunca nos quisimos”, mientras le besa el pelo y la desea más que antes, pues dejándola ya no la aborrece. Advertimos en su tono una actitud paternal, de quien conoce lo mejor para ella: “Irás mucho al cine, seguirás leyendo novelas, te pasearás con riesgo de tu vida en los peores barrios y a las peores horas…” Pero su determinación se ahoga en los sentimientos y ahora es él quien está por debajo. Mas ella no confía tanto en la racionalidad y niega no quererle, nunca haría algo así. Pero sí contrarresta su testarudez, recordando algún capítulo mágico con una crudeza inconfesable que le hiere, por fin.
Es en ese momento, cuando Oliveira está herido, la sangre que esperaba enferma dentro de sus venas comienza a desparramarse por el piso y le llega la nostalgia. Miles de vivencias se le vienen a la cabeza en ese instante e imagina su utópica vida sin ella pero encontrándosela “mágicamente en los sitios más extraños, como aquella noche…”. Aferrándose a ella, se descorcha el champán del recuerdo. Las noches mágicas del pasado afloran y las incógnitas ya son más banales, como qué hacía uno en aquella esquina de la Place de la Republique y ello les lleva a concatenar cientos de momentos tan sencillos como inolvidables.
A Horacio se le escapan las razones por la boca y en vez de dejarla la quiere un poco más. Recuerda cada una de las veces que la Maga le sorprendió en situaciones inverosímiles por las calles de París, y aquellas fueron todas. Como una vez en la salida del metro Mouton-Duvernet cuando se la encontró sentada en la terraza de un café con un negro y un filipino, o aquella otra en que la sorprendió consolando a un pederasta que habían echado de un bar. Ambos se olvidan por un momento de que están peleados y se regodean en lo compartido, en aquello que se perderían si se dejaran ir.
Ninguno de los dos quiere que eso ocurra, pero avivan el tira y afloja. El que se mantiene más entero se vuelve realista y tira de ingenio para crear una teoría que los explique a ambos. “Tú eres…”, “yo soy…”, “y lo mejor será…”, son algunas de las frases que se pueden escuchar desde el pasillo. “Hacíamos el amor como dos músicos que se juntan para tocar sonatas…”, reflexiona la Maga, y eso a Horacio Oliveira le conmueve. Por ello prefiere no hablar más que para perderse en su cigarro y en la noche en que cazaron estrellas y bebieron champán a la orilla del Sena…y todas las razones anteriores explotan en el aire como las pompas de ese espumoso en el río.
Y el capítulo acaba sin desenlace. Solo hemos visto cómo dos adultos se convierten en niños para jugar a la rayuela del amor, saltando de casilla en casilla sin saber muy bien cómo llegar a la siguiente. Ninguno tiene la culpa de las caídas ni de las victorias y la escena se esfuma en la incógnita del siguiente capítulo. Por esta y tantas razones este episodio es tan humano como literario. Julio Cortázar organiza el caos de una pelea de amantes en párrafos, para hacernos entender, solamente con el diálogo, las frágiles razones de dos enamorados que intentar dejarse ir mientras se abrazan. Las reacciones de cada uno de los personajes son tan humanas y espontáneas como las propias de cualquier lector.
¿Qué persona que ha sufrido la irracionalidad de un amor punzante no puede sentirse identificado con esta escena? La de un te quiero dejar como si fueras un juego, como lo hice tantas veces en mi mente y como no me atrevo ni a imaginarme real. La de un lo quiero todo contigo, y a la vez todo menos contigo. La de los recuerdos, que con un mero chispazo hace nuestros y nos empuja a imaginarnos el después de esa botella de champán que nunca descorchamos, como si lo hubiésemos paladeado hasta la última copa. Aún peor, recordando lo vivido, haciéndonos cómplices de cada una de nuestras rupturas personales en las que, aún incluso para cualquier intelectual, pensamos en forma de copla. Pero allí no estuvimos, ni tampoco somos Horacio Oliveira ni la Maga, ni bebimos champán, ni hablamos glíglico, pero por un momento hablamos un idioma desconocido para nosotros y en él pensamos: “No debía de quererte y, sin embargo, te quiero”.
Pablo Melgar
Y sin embargo te quiero – Rocío Jurado
50 ways to leave your lover – Brad Mehldau
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