Mala sangre
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Heredo de mis antepasados galos los ojos azul—blancos, el juicio estrecho, y la torpeza en la lucha. Considero mi vestimenta tan bárbara como la suya. Pero no engraso mis cabellos. Los galos fueron los desolladores de bestias, los incendiarios de hierbas más ineptos de su tiempo. De ellos, heredo: la idolatría y el amor al sacrilegio; —¡oh! todos los vicios, cólera, lujuria—, magnífica, la lujuria; —y sobre todo mentira y pereza. Me horrorizan todos los oficios. Patronos y obreros, todos plebe, innobles. La mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado. —¡Qué siglo de manos!— Yo nunca tendré mano. Además, la domesticidad lleva demasiado lejos. Me exaspera la honradez; de la mendicidad. Los criminales repugnan como los castrados: en cuanto a mí, estoy intacto, y me da lo mismo. ¡Pero! ¿quién hizo mi lengua tan pérfida como para que guiara y protegiera hasta ahora mi pereza? Sin servirme de mi cuerpo ni siquiera para vivir, y más ocioso que el sapo, estuve en todas partes. No existe una familia de Europa que no conozca. —Hablo de familias como la mía, que lo deben todo a la declaración de los Derechos del Hombre. —¡He conocido cada hijo de familia!
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Por mi parte no sé cual es la herencia española que cargo en los hombros, Arthur, pues ya inconscientemente he pensado en la palabra carga, antes siquiera de empezar. Yo ansío ser apátrida para encontrar familia en todos los lugares pero es indudable que soy español, o al menos eso dice mi DNI. Quizá mi herencia sea el orgullo combativo que me hace apretar los dientes y tirar p’alante. Muy español eso, ¡con dos cojones! El feminismo frunce el ceño cada vez que lo grito delante de alguien pero no es mi intención ofender a nadie, cuando lo digo no visualizo unos huevos masculinos, peludo primer plano en el aire, ni mucho menos. ¿Quién querría ensalzar eso? Aunque tienen razón, esta frase tan española es simplemente una reacción inefable que aprendí de pequeño y que ahora me sale de dentro. La marea roja protagonizó las pesadillas de medio mundo en tiempos de guerra pero la ignorancia del fervor nacionalista se extendió siempre hacia sus adentros. Porque mi DNI dice que soy español y eso uno lo es siempre, ¿eh? Sí, sí…mira con recelo Buenafuente a los españoles paternales con los catalanes. Así que finjo no pertenecer a una tribu que somete a los demás a elegir entre dos colores, como Morfeo en Matrix. Y me dedico a hablar con los muertos, en vez de trabajar en el sistema, porque con ellos no tengo que posicionarme constantemente. Aborrezco el tener que acceder a todos los debates extremistas: en unos lugares me llaman moderado, en otros dicen que mi cabreo es exagerado. ¡Siempre soy el mismo!, solamente esa mala sangre que me hierve frente a las convicciones ciegas, cuando me invitan a tomar asiento frente a un tablero de ajedrez. El puro placer de incrustar un argumento cualquiera en una conversación de loros.
Mi amigo Adrián Pacaud me hizo llegar, entre cigarro y cigarro, esta cita de Otto von Bismarck que resume perfectamente la esencia española de la que hablo:
Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a si misma y todavía no lo ha conseguido.
Llevo unos días pensando en esto: una vez escuché a un político de Ciudadanos, en la radio, anunciar la muerte definitiva de las ideologías y yo mientras, en mi casa, puse cara de asco. Mucho tiempo después creo que fue una verdad que duele. Me dio asco por miedo a reconocerlo. Me dio asco porque lo decía contento. Las personas de hoy somos pragmáticas o idealistas, una de dos, ni rastro de ideologías en los discursos del Congreso o en la calle. Aquí, piensas en dinero o en las musarañas, en el azul o el rojo de nuestras cicatrices. ¡Y aquel maldito era un facha!, me veo escribir desde mi activismo de cama con mala sangre.
Pablo Melgar Salas,
mi álter ego lector.
Imagen: Vidas al límite (1995)
Matrix (1999)
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