[infobox maintitle=”Todos los fuegos el fuego.” subtitle=”Julio Cortázar” bg=”red” color=”black” opacity=”on” space=”30″ link=”no link”]
En una ladera de México, Leonardo se viste de gasolina. El bidón le escupe toda la sangre negra que contiene en su interior, hecha de muerte de dinosaurio tras millones de años de cocción. Sus pulmones ahora son como el motor de un coche al ralentí. Siempre disfrutó del placer secreto en la espera con un dispensador en la mano eyaculando sobre un depósito, mientras una serie de números se sucede entre parpadeos; como ese niño que destapa un permanente negro tras comprobar su soledad a ambos lados del cuarto. Su pelo ya no es rubio sino negro alquitrán. Su piel parece esculpida con caoba africana. Sus ojos dejaron de ver mucho tiempo atrás. Y solo a una chispa de distancia de propagarse hacia el infinito. Nunca más Leonardo, para siempre un big bang.
El cuerpo desnudo, como vino al mundo y como lo abandonará para comenzar a ser TODO. Y cuando no hubo más gasolina en el bidón, del suelo rescata un mechero negro con guadaña de piedra. A un paso está Leonardo de transgredir la llamada de la tentación, la de la curiosidad, la del morbo. Con el simple rozamiento de los dientes de la rueda al girar, todo habrá acabado para volver a empezar.
A su alrededor, lo verde respira ajeno al peligro. Las copas brindan entre ellas con un saludo de viento. Ni siquiera los animales, ni siquiera los insectos, ni siquiera Leonardo comprende su ambición de fuego. Pero su curiosidad es de hierro y se torna incandescente al contacto con la llama.
“¿Qué sucederá en el Olimpo?”, se había preguntado cuando llegó el momento. Y ni un mero atisbo de vacilación en su rostro cuando accionó la tecla del gas y un click le llenó los ojos de rojo. Fue entonces cuando comprendió que se había convertido en deidad. Un aura roja, amarilla e incluso negra y azulada coloreó instantáneamente su contorno. Y sus dedos, que intentaban tocar el cielo, se encendieron como la última trenza viva de una mecha. Su cuerpo en equis, su vida más viva que nunca y un solo segundo de conciencia para el disfrute.
Después sus dedos pasaron a ser hojas negras, troncos carbonizados, piares de ultratumba, estampidas de cuervos, gritos sordos, fósiles vivos y un mundo en llamas que tardó semanas y semanas en prender la firma de Leonardo en la que era ya la obra de arte más grande que cualquier ser humano hubiera creado jamás. Cuando todo quedó sumido en cenizas y el mundo fue cano, se podía escuchar la risa silenciosa de su nuevo Creador que ahora lo poblaba todo, aún sin ser testigo de su propio éxito.
Por fin, un momento de paz.
Pablo Melgar Salas
Ilustración: POLO88
Heimta Thurs – Wardruna
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John Tampoco
El bosque o la vida - Kilómetro 0
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