Mientras hacía crujir el salero sobre mi tostada de aceite y tomate, disfrutaba de una de las primeras mañanas del verano de mayo en Murcia. La plaza del Romea inspira a cualquiera y por eso las terrazas suelen estar concurridas a estas horas de la mañana. A la vez que se moja mi bigote con la espuma del café con leche oigo las vidas rechinar a cuestas de los transeúntes que cruzan la plaza camino de algún sitio o que simplemente disfrutan del desayuno igual que yo. Las mujeres guapas son mas guapas caminando por este suelo empedrado y estos arboles frondosos de fondo. Entonces pienso: “echaré de menos este lugar algún día”.
A mi espalda, unas mujeres de adentrada edad lucen su exposición de joyas adquiridas en las vitrinas de El Corte Inglés sobre sus carnes. Chismorrean sobre una lujosa boda reciente, demasiado ostentosa para su gusto. Paradójico. Se huele la envidia y la insatisfacción que produce la comodidad del dinero en sus comentarios, que más que comentarios parecen cuchillos, así que su conversación se difumina en ruido…
Me gusta observar los balcones que dan a la plaza. Siempre pienso: “allí vive alguien muy afortunado que se levanta todas las mañanas con esta luz”. Son sacados de un cuento y hacen de las vidas que alojan unas vidas más interesantes de lo que realmente serán puesto que incitan a fantasear con personajes de película en sus adentros. Ningún rostro bonito se asoma como en la gran pantalla y uno se lamenta de lo poco que aprovechamos los sitios hermosos, podríamos rodar cada día escenas perennes de películas francesas.
Los abuelos son los que más observan detenidamente lo que ocurre a su alrededor, o mejor dicho quién concurre alrededor. Debido a su difícil andar se ven obligados a frenar su marcha cada pocos segundos. Pausa que aprovechan para hacer un repaso, sin vergüenza alguna, a las gentes que ven. Fruncen el ceño con gesto de desaprobación y siguen su marcha hacia ningún lugar.
Los currantes son un porcentaje alto de la población de la Plaza del Romea. Siempre hay alguna obra, algún arreglo o simplemente labores de mantenimiento de este lugar mágico del centro de la ciudad. Otros arrastran barriles de cerveza a los restaurantes que dan vida y comida a sus visitantes. Caminan deprisa, ahogados en su trabajo, y en sus sudores. A veces arrastran cajas, pintan alguna pared deteriorada o…trituran tímpanos y ensoñaciones con la perforadora. Un ruido menos molesto, el del metal quebrándose y el taladro triturándolo.
Luego me fijo en las palomas que, acompasadas, revisan los alrededores de las mesas en busca de alguna migaja que llevarse a la boca. Son más inteligentes que nosotros en el arte de la supervivencia. No tienen ninguna vergüenza y solo les falta empujarte para que les dejes probar el sabor del pan con el aceite. Deben de tener una enorme fuerza en el cuello puesto que tienes más flow que ningún rapero.
Y por ahí viene Niina, la finlandesa, con su hilo rubio en la cabellera y su mirada del norte. Se sienta a mi lado y pide media tostada con tomate y un café con leche al camarero. Yo cierro mi libreta y me río. El Mediterráneo le ha coloreado la cara lunar que trajo hace unos meses, y el Sol de la mañana se refleja en su sonrisa de satisfacción y le tuesta el pelo de unos tonos color bronce que hacen juego con sus gafas. Está contenta de estar aquí conmigo y yo también lo estoy. Mientras come, yo respiro en silencio el aire de la buena vida y disfruto de la primera mañana del verano. Cuando termina me dice: “¿vamos a casa?” Yo le sonrío y pienso: “la echare de menos cuando se vaya”. Y nos fuimos al que siempre será nuestro hogar.
Pablo Melgar
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