El tiempo que transcurrió entre aquel “disparate” y el contacto con otro ser humano se me hizo terriblemente largo. Resoplaba de dos en dos, con los ojos bien abiertos, no pudiendo creer todo lo que me estaba sucediendo. No debía faltar mucho tiempo para que mis padres llegaran a casa y pudieran darme su versión ante aquella memez demente.

Allí permanecía, existiendo y mandando más sangre de lo normal a mi corazón para que pudiera pensar más rápido. Observé la pila de libros que esperaban a que acabara mi semana de exámenes para que pudiera conversar con ellos. Allan Poe, Lovecraft, García Lorca, Burroughs, Kerouac…me interesaba todo. Era una motivación saber que estaban allí esperándome, como si fueran bellas mujeres. Como leí días antes en un cuento de Lovecraft: “en aquellos días monótonos, mi búsqueda de antiguas bellezas y misterios era lo único que mantenía viva mi alma”, y era verdad. ¡Todas esas aventuras y experiencias que podía vivir con sólo levantar la tapa de un libro! Lo único que me faltaba era poder salir, y vivirlas yo mismo. Sí, era eso lo que me faltaba…

Aquellas reflexiones hicieron que me olvidara, por un instante, del mal que caía sobre mí. ¿Sería una maldición?, pensaba antes de escuchar las llaves luchando por abrir la puerta principal. Bajé los escalones de dos en tres y en cuatro. Allí estaban mis padres, exhaustos tras una jornada de trabajo y con ganas de descansar un poco. Contentos por el día soleado que hacía en el mes de enero, ¡qué privilegio!, ¡qué paraíso aquel!

Entonces les conté lo que había sucedido, sin perder un segundo más en aquella espera interminable. Se empezaron a reír y me instaron a que descansara un poco, ya que estaba demasiado estresado. Suelo ser bastante aprensivo, pero mi estado de ánimo suele ser alegre y las bromas son algo normal en mí. Por eso y por el sentido común inherente a cualquier ser humano, no creyeron mi historia en un primer momento. No les culpo por ello, yo me habría echado al suelo si alguien me confesara tal despropósito. Así que les perseguí en su travesía hacia su habitación. Y ya allí, a plena luz del día, con la ráfaga de luz entrante desde la ventana, potente y cegadora a mis espaldas, fue cuando comprendieron que mis ojeras y mi tic nervioso no eran producto del estrés de los exámenes sino que estaban profundamente fundados en razón.

Les contagié mi cara de estupefacción y mi palidez tremebunda. Ahí me eché yo a reír, ¡no estaba loco! Y se abalanzaron sobre mí, examinándome detenidamente como si comprendieran algo, como si fueran médicos de patologías insólitas, como si fueran Mulder y Scully de Expediente X. Aquella mirada de Iker Jiménez que les hacía tartamudear hizo de aquel momento algo muy desagradable. Y no era para menos.

“¿Con quién podemos hablar?”, dijo mi madre. Ante lo que mi padre sólo pudo emitir una indescifrable onomatopeya. “¿Cómo le vamos a decir al médico esto?” “A alguien se lo tendremos que decir”. “¡A quien se lo contemos…!”, suspiraban. Y en medio de aquel debate me encontraba yo, inmóvil, sin entender nada. ¿Por qué yo? era algo que no podía entender. Pero todo aquello tenía que tener una explicación, todo tiene una explicación.

Pablo Melgar

 

 Phoner to Arizona – Gorillaz