03/11/20 a las 2:19
No sé si puedo explicarlo. Bueno, la verdad es que tengo la certeza de que no soy capaz. Y si no la tuviera, quizás ni lo intentaría. Os soy sincero, para mí escribir es una especie de trance, de reto. No quiero ponerme romántico, pero cuando llegas a ese grado de concentración en el que no piensas en nada más que en el texto, en el que vives dentro del universo del propio texto y todo lo demás no importa, salvo el texto; por un momento estás más cerca que nunca de la verdad (de la tuya, por supuesto). O de la meditación. Como he dicho, no quiero ponerme romántico y sublimar por enésima vez ese instante de inspiración que sufre el escritor influido por las musas. No, ni las musas aparecen en tu habitación cuando te pones a escribir ni los dioses nos susurran cosas al oído. Reflexiono a partir de la lógica, cómo estas metáforas sobre el acto de escritura pudieron llegar a nuestro subconsciente colectivo y a la visión que se tiene de escribir como algo místico. Tarea de monjes y hombres con privilegios en tiempos con menos oportunidades. Si los escritores tenemos la suerte de poder escribir (de poder crear a partir de la creación que se nos ha dado), ¿cómo podríamos definir la inspiración sino como un regalo divino? ¿Cómo no podría uno creer, aunque sea tan solo por un instante, que ese placer que siente al crear es lo más cerca que ha estado nunca de Dios? Afortunadamente, escribo esto en la madrugada del 3 de noviembre de 2020 y soy ateo. No, la inspiración no existe. Yo hoy lo llamaría un elogio a la concentración. Yo la deseo a cada momento del día: la lucidez. Pero hay muchos tipos de lucidez. En un polo, en ocasiones experimento lo que llamo (a partir de este momento) la claridad frente a la inmensidad: la certeza de que todo está alineado en el universo y que creo comprender todos los interrogantes de mi existencia. ¿De qué manera sino podría justificar mi arrogancia al mostraros cualquier cosa que escribo sino es a causa de una ceguera temporal, de un pequeño éxtasis? Hay algo de psicótico en esta experiencia. Y por otro lado, a veces me quedo ensimismado en las cosas más pequeñas, en los conceptos, en las imágenes, con las sensaciones más inefables pienso, ¿cómo traducirlas? Para mí es como sacar el microscopio y a la vez el mapa. Porque abstraerse es ver con los ojos del que observa y analiza y descuartiza y desmenuza la textura de las cosas con sus ojos y con los ojos que pide prestados de los demás. Aunque no practique la extravagancia de Sócrates de quedarme plantado en mitad de la calle, pellizcándome el entrecejo durante horas; a veces me abstraigo tanto de la realidad que me quedo completamente fuera de juego. Y es el método socrático el que se pone en marcha, preguntarse el por qué de las cosas y dudar de tu propia percepción, excavar a ver qué hay debajo del suelo, tirar del hilo de la curiosidad. Ese es mi desencuentro con el mundo, cuando por fin consigo concentrarme siempre hay alguien al lado preguntándome la hora. Y es en ese instante, en el que soy más incapaz que nunca de explicarme a los demás. Dejo que piensen que han dado con un loco y eso me produce un cierto placer, si os soy sincero (y de verdad quiero acercarme un paso más a la verdad de este texto). Una parte de mi ego se pone cachondo, cuando sabe que mi secreto está a salvo. Y por eso lo hago, no soy ningún elegido. Quizás ni escriba bien. Qué más da. Yo me la gozo.
Pablo Melgar
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