Por norma, siempre soy el último en levantarse. Da igual que mis compañeros de habitación sean de Japón, Texas o Leipzig (como son). A las 8:50 aproximadamente salto de la cama, me pongo un chandal y una cinta en el pelo y “p’alante con dos cojones” (o eso me digo a mí mismo). Bajo los tres pisos de escalones quejicosos y dejo la llave en recepción.

Merci. Bonjour!

Entro en el comedor, saludando con un leve movimiento de cabeza al señor que pone orden aquí. Siempre hay que llevarse bien con el jefe.

Ya en la cola, cojo una bandeja y pido:

Café, s’il vous plaît.

Luego cojo dos paquetitos de mermelada: uno de fresa (están muy cotizados) y otro de melocotón. Es cierto que un día encontré un paquetito de Nutella, pero los golpes de suerte solo llegan muy de vez en cuando. Entonces, cuando dejo atrás la primera estación del recorrido, llega el turno de coger dos vasitos pequeños de zumo de naranja y un yogurt sin azúcar. Ya en la tercera fase, cojo dos trozos de queso emmental y dos rebanadas de pan tostado. Por último toca lo mejor, los tres pedazos de bizcocho y la leche caliente para el café. Ya está preparado el menú.

Cuando llega este momento vuelvo a por los cubiertos porque, a pesar de encontrarse al principio de la ruta, cuando llego estoy demasiado dormido para darme cuenta. Pero a estas horas siempre faltan cucharas, entonces pido una:

Excuse me, do you have any spoon there? –digo, mientras dibujo con los dedos algo parecido a una cuchara.

Nueve de cada diez veces, la mujer que hay recogiendo todo (porque se acercan las 9:15, la hora del cierre) me manda a la mierda. La última vez que lo hizo expresó mucha rabia y maldijo algo en francés, a la vez que hacía aspavientos con los brazos. Entonces siempre llega una mujer de color al rescate, que me trata muy bien desde aquella vez que entró en mi habitación a limpiar y me pilló en calzoncillos.

Good morning! –siempre me dice lo mismo, sabe que soy guiri.

Me da la cuchara.

Y llega el turno de desayunar. Yo solo, porque a esa hora no me apetece hablar con nadie (mi vida es ya bastante complicada como para enredarla más con una conversación en otro idioma sobre cómo desayunamos en España) y tampoco es que conozca a mucha gente que digamos. Primero me bebo los dos zumos de naranja bien fresquitos. Y después, por este orden, me zampo los trozos de bizcocho, las dos rebanadas de pan con la mermelada de melocotón, me bebo el café y, por último, echo la mermelada de fresa en el yogurt (en homenaje a nuestro viaje a Turquía) y me lo como sin remordimiento alguno. Antes de irme siempre me hago un bocadillo con el queso emmental, con la idea de tener algo que llevarme a la boca durante la mañana.

Luego subo a la habitación número 36 del tercer piso y me pego una ducha de agua caliente de unos veinte minutos. Me visto, me arreglo un poco la cara de desesperación y bajo. Ése es mi día de una hora, o por lo menos la hora en la que estoy relajado. En ese momento en el que bajo las escaleras comienza la odisea.

Appartager.com, pap.fr, seloger.com, adele.org y así sucesivamente. Sin embargo, es posible que la jornada intensiva de búsqueda de piso, de mañana o de tarde, se sustituya por una larga sucesión de transbordos y billetes de metro de 2€ fulminados en varias paradas hasta llegar a la Universidad: trayecto de unos 7€ y una hora de tren, solamente por culpa de algún papeleo importante. ¡Me cago en el Erasmus!

Después vuelvo a casa, porque parece que llevo un año aquí: línea 1 (color amarillo) ó 7 (color rosa), parada Museé du Louvre-Palais Royal, subo la rue Saint Honoré hasta el cruce del gimnasio, donde aparece por arte de magia una callecita en diagonal hacia la izquierda que me trae hasta el BVJ Louvre.

Ya solamente queda pensar en cómo sobrevivir a la cena. Comer sin gastarse mucho dinero es un intento casi imposible en este punto de París. En este maldito hostel no hay cocina y el menú no baja de los 9€, por no hablar de los restaurantes o cafeterías de la zona (donde he encontrado un restaurante español que sirve patatas bravas por el módico precio de 12€ la ración). Así que me como un triste bocadillo de algo que llaman jambon espagnol pero que yo llamaría sucedáneo de bacon asqueroso o me gasto una fortuna en una pizza del italiano de al lado que dirige un indio muy simpático que siempre me regala un montón de sobrecitos de salsa picante para mi Margarita.

Y por fin a la cama, más o menos a las 23:00, cuando enciendo el móvil, veo un capítulo o un trozo de una película, hablo con las personas que me tranquilizan por Whatsapp desde otro país y apago el móvil a las doce y pocos minutos. Otro día más sin piso.

Pablo Melgar Salas

Hotel Room – Richard Hawley