Camino de espaldas, lentamente, como si estuviera en un campo de minas. Las gotas de sudor caen en catarata por mi frente, desde el pelo recorren la entrada del cabello hasta seguir la circunferencia de la boca de la escopeta Winchester, que marca su silueta en la tez de mi frente. Me empuja hacia atrás y con el rabillo del ojo miro hacia abajo, intentando no tropezarme con mi sombrero blanco tirado tras de mí. No puedo ver los ojos del verdugo, pero sí su enorme, basta y frondosa barba negra bañada por un río de saliva que sale del extremo derecho de su diminuta boca, el que tiene abierto. Viste de negro, con una camiseta de ZZ Top de mangas recortadas y pantalones de cuero negro. Con la izquierda sujeta la recortada y con la derecha un enorme bolso del que sobresalen fajos de billetes.

-Suéltala, zorra-dice con una increíble entereza, pese a la situación. Acto seguido lanza un enorme y blanco espumarajo por la boca.

En frente, mi exuberante fantasía de pelo negro y labios pintados de rojo, hay algo maligno en ella; no podía entender que una mujer así se encontrara, de repente, en mitad de la nada si no es porque busca o huye de algo. Ahora ya lo entiendo, tiene un pasado y un presente muy oscuro. Sostiene con firmeza la cabellera de su rehén, una motera de pelo rubio, con la mano izquierda y con la derecha aprieta cada vez más la empuñadura de una enorme navaja contra el cuello de la muchacha. El filo acaricia la dermis de su cuello, desgranando diminutas gotas de sangre granate. La rubia era, ¿quién sino?, la chica de mi verdugo.

Mientras, Iggy Pop berrea de fondo: “I’m so fine, so fine, so fine…”. Los versos de Iggy se repiten haciendo eco en mi cabeza, a la vez que tiemblo. “I get excited, I get excited…”. Cada uno dura eternamente, como si estuviera en persona susurrándome al oído. Estoy muerto de miedo. No había vendido mi alma al diablo para acabar freído por un motero gordo y baboso, aquí, en “La orilla del infierno”, así se llama el bar de carretera situado a unas cuantas millas de Shreveport. El suelo es negro, las paredes rojas y del techo cuelga una preciosa Harley Davison sujetada por dos cadenas. Un sitio enorme, la barra también negra, contorneada con luminosos rojos que parpadean, cosa que me irrita bastante; y hay botellas rotas y derramadas encima, goteando. Las paredes llenas de grafitis de mujeres desnudas, de todos los tipos: rubias, morenas, pelirrojas…

-Él me da igual, lo acabo de conocer, quédatelo. Dame la pasta y no la mataré. ¡No seas estúpido, seboso!-avisa, traicionándome, mi compañera de viaje.

En ese momento descendí al último eslabón de la cadena alimenticia, y fue mi fin. Al instante sentí un estruendo en mi cabeza y todo se hizo de negro. El escenario cambió de estampía y me encontré nadando en un mar de agua negra. Tragaba mucho líquido y sabía a gasolina. Al fondo divisaba una extensión de arena roja fluorescente. Nadaba y nadaba, luchaba y luchaba, motivado por la música: “I’ll be all fine, I’ll be all fine…”, que seguía haciendo eco en mi cabeza. La marcha no tenía fin y cada vez sentía la orilla más lejos y más lejos, y más lejos…

Las guitarras resonaban y el agua sabía, en aumento, más a gasolina, a aceite. Todo daba vueltas, perdí la noción del tiempo y, sólo se que por fin alargué la mano y llegué a tocar la luminosa arena roja con mis dedos que se decoloró por momentos en tonos desierto. Es lo único que recuerdo ahora que estoy aquí apeado en mitad de la nada, con la boca llena de tierra y con un dolor de cabeza terrible…

Pablo Melgar

 

Penetration – Iggy and The Stooges