Escribirlas permite al novelista vivir buena parte de su tiempo instalado en la ficción, seguramente el único lugar soportable, o el que lo es más. Esto quiere decir que le permite vivir en el reino de lo que pudo ser y nunca fue, por eso mismo en el territorio de lo que aún es posible, de lo que siempre estará por cumplirse, de lo que no está aún descartado por haber ya sucedido ni por que se sepa que nunca sucederá.
(Javier Marías)
Esta mañana me desperté demasiado tarde, tenía legañas en los ojos y un sabor amargo en la boca. Sería a causa del vino barato que aún yace en mi mesita de noche y del tabaco que el descontrol de la noche sopla en mis pulmones de vez en cuando, me dije. También es posible que fuera debido al madrugón de esta mañana, por culpa de ese entremés dramático que pareció una pesadilla más que un sueño. Todavía resuenan los aviones en mi cabeza y el rezumar de una cafetera a las cuatro de la mañana. No lo sé.
Entonces fui al baño a limpiarme la resaca de la cara. Después fui directo a la cocina, me bebí un zumo de naranja y eché un puñado de espagueti en una olla con agua hirviendo. Saqué unos ajos del armario y los corté con mimo en pequeñas láminas. Siempre que corto ajos recuerdo esa escena de Uno de los nuestros en la que cocinan pasta en la cárcel y cortan ajos con una cuchilla de afeitar. Por un momento soy un mafioso convicto que tiene hambre. Cuando acabé, esparcí las pequeñas láminas en un dedo de aceite de oliva que acababa con la botella. “Ahhhh…tengo que comprar”, dije en voz alta. Esperé a que se tostaran, como las puntillitas de un huevo frito perfecto y eché la salsa de tomate. Solo quedaba remover la mezcla, rematarla con un poco de orégano, queso de cabra y cayena en polvo, y por último dejar que cociera con la pasta durante unos minutos para que hicieran el amor.
Volví a mi habitación y comí mirando hacia la ventana. No era el día más cálido de mi estancia en París pero era uno de los más luminosos. Las vistas desde mi ventana no me permiten ver el Sacre Coeur iluminado por los rayos de luz de la tarde de primavera. Sin embargo, algunos entran en el patio interior de mi edificio y, por primera vez desde que estoy aquí, tengo la cara calentita por el Sol. Porque el corazón siempre lo tengo hirviendo.
Y en esta posición gasté mi día, mirando cómo la luz se muere poco a poco y se convierte en una orquesta de destellos artificiales. He visto a señoras cocinar para sus niños, he respirado el basilisco que algún residente del tercer piso cultiva en una pequeña maceta, parejas discutir, hombres doblando el uniforme de trabajo tras una jornada dura en la oficina, ropa mojada meciéndose por el viento y, sobre todo, vecinos que corren la cortina cuando ven a James Stewart atravesándoles la vida con la mirada. Sin darme cuenta, ya es de noche. Ya es el mejor momento del día, aquel justo que transcurre entre el fin de la cena y antes de dormir, que siempre alargo hasta diluirlo en sueños. El piano sigue gimiendo en los altavoces de mi habitación y estoy solo. Debería escribir.
Empiezo a repasar una a una todas las imágenes que puedo recordar junto a esta ventana y todas me llevan hasta ella. Es una debilidad. Rememoro sus ojos, su boca y sus manos junto a esta ventana. Parece como si todavía siguiera aquí, sentada a mi lado. Me gustaría hablarle y decirle tantas cosas que…prefiero escribirlas, solamente así seré alguna vez el dueño de la situación. Así que abro mis labios, me los humedezco un poco antes porque quiero saborear mis palabras, y le hablo.
Cuando hacemos el amor en sueños nunca recuerdo tu cuerpo al día siguiente. No me hace falta. Se me quedan grabados tus ojos clavados en los míos, tus dedos alargados sosteniendo la copa de vino y cada una de las conversaciones que acaban en risas exageradas. Tu pelo contoneándose entre la risa y la distensión, y una mano que me toca la rodilla manifestando complicidad. A mí se me hiela el espinazo cada vez que haces eso. Desearía que tu mano se quedara allí más tiempo. Desearía que se quedara allí para siempre. Pero sigues hablando y te escucho. Me escuchas y hablamos toda la noche.
“¿Nos fumamos un piti?” Y el humo de tu cigarro se mezcla con las pequeñas luces del patio interior que aún se resisten a dormir. Iluminan levemente los rasgos más marcados de tu rostro, los hoyuelos de tu media sonrisa y tus pómulos de fruta. Yo no puedo dejar de mirarte porque eres una reacción química explotando en mi cuerpo. Desde mi lado de la ventana te observo fumar con tanta seguridad en el futuro que ya eres para mí un recuerdo inmortal.
Aquello no era un piti sino un viaje y me encanta cómo tu sonrisa se convierte en una risa irracional. Tu piel tostada se enrojece de tanto reír y me alegra haber sido el causante de tanta luz. Después seguimos hablando, mientras bebes agua para aclararte la garganta. Observo cómo tus labios están humedecidos también. Los oigo palpitar al son de mi pecho, como un depredador. Y escudriño tus pupilas. En un momento cualquiera de la noche se hace el silencio como al final de un solo…y sólo se escuchan nuestros jadeos nerviosos en forma de platillos de jazz.
Justo en ese momento tus ojos, que son para mí una galaxia, empiezan a hablar. Supongo que los míos llevan hablando desde el principio de la noche. Supongo que mis ojos llevan hablando desde el principio de los tiempos, pero no lo sé. Así que me acerco a ti, tocándote el muslo derecho con las yemas de mis dedos. Poco a poco, como se toca el piano empezamos a componer nuestra canción, en silencio, con nuestros dedos entrelazados. Desearía quedarme a vivir aquí para siempre, con tu olor y tu aliento en mi boca. Desearía averiguar la orografía de tus labios de cerca y así estar frente a ti con los ojos bien abiertos y en silencio, mientras hablamos.
La canción se acaba,
la tinta también
y pienso en todo lo que tengo que hacer para darte un beso.
Pablo Melgar
Prelude to a kiss – Brad Mehldau
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