Prefirió quedarse despierto durante la noche, así podría ser consciente de su tacto nocturno y evitar la sensación que uno tiene cuando cree haber vivido algo tras despertar de un sueño. Así que lo vivió de verdad. Vivió el olor a talco de su cuello y los espasmos de durmiente que experimentaban sus piernas en coma. De vez en cuando sonreía dormida y se acercaba a él para abrazarlo aún más fuerte, tan fuerte como si pensara que se fuera a escapar de allí. Incluso en sueños tomaba medidas para que aquel instante fuera eterno y eso a él le hacía una gracia tremenda, ya que lo observaba despierto desde su dulce vigilia. Pero no se puede luchar contra el Dios Morfeo cuando éste decide actuar y el calor de los cuerpos al tocarse le hizo caer en una placentera duermevela que sí disfrutó en sueños.
Cuando se despertó, las sábanas todavía estaban calientes y el olor a talco de su cuello poblaba la habitación desordenada. Sonrió, despidiéndose de las auroras color esmeralda que había surcado en su cabeza durante la noche y alargó su brazo hacia el otro lado de la cama.
Ella ya no estaba.
Su corazón fue fusilado por cien verdugos y ya no había rastro de sueño por ninguna parte entre el humo de las balas. La buscó con la mirada por toda la habitación pero ya no quedaban ni sus ropas.
“¿Dónde coño está?”, dijo en voz baja con el miedo de quien se enfrenta a una realidad.
Entonces los primeros rayos de luz superaron las rendijas de la persiana entreabierta y un pequeño brillo de plata destacó entre la luz tenue del cuarto. Allí en el perchero estaban sus veintidós pulseras de plata de las que ella se jactaba no separarse nunca.
“¿Se las habrá olvidado?”, se preguntó.
“¿O tal vez las dejara a propósito?”, volvió a preguntarse.
Ambas opciones forzaban inevitablemente un reencuentro, lo que alivió su inquietud y facilitó la vuelta de un sueño eterno que no fue otro que el recuerdo de sus ojos verdes.
Así que esperó su vuelta, como esperan las viudas el final de una guerra sin saber que lo son. Y nada sucedió durante algún tiempo. Mientras, él se dedicaba a dormir sobre las mismas sábanas en las que había hecho el amor con ella. En las mismas sábanas donde alguna vez ella había clavado sus uñas en medio del placer. En las mismas sábanas donde el sudor de ambos se fundió en una tela negra para siempre. Pero el rastro de aquellos acontecimientos solo eran ya parte del recuerdo, pues el olor de la nostalgia había ganado al del sexo y ya pedían a gritos un lavado. Las pulseras seguían en el perchero y él no se atrevía ni a tocarlas. De vez en cuando se levantaba y las contaba desde la distancia:
“Sí, son veintidós…¿por qué veintidós”, se decía.
Eran su edad recién perdida, pues los veintitrés habían asestado su golpe de Estado. Y ella era aún mayor.
“¿Por qué veintidós?”, se decía.
Mientras, la calle duerme, pero él no desde entonces. Las madrugadas en Granada son frías durante el invierno y los amaneceres respiran niebla. Solamente los currantes y los madrugadores son valientes para olvidarse del hielo, ese que se te incrusta en los pulmones cuando respiras y recorre tu cuerpo hasta formar un escalofrío en la espalda. El vaho de su aliento empaña los cristales de una ventana huérfana de postales. Solo las espaldas de los edificios colindantes se dejan ver por aquel minúsculo mirador, llenas de cuerdas, ropa y gaviotas. Así observa, insomne, cada amanecer entre el humo de un cigarro que se derrite entre sus dedos.
Su ánimo es el de un muerto viviente y no experimenta más lágrimas que las de los pelos de sus piernas al acercarse al calor. El calefactor quema su piel pero no siente dolor. Sus poros están abiertos y por ellos nacen pequeñas lágrimas que huyen de su lagrimal cadavérico. Seca el sudor de su frente con un pañuelo y vuelve a darle otra calada al último cigarro que le queda. Ha fumado más de la cuenta esta mañana y tiene la sensación de que hay una enorme polvareda negra en sus entrañas que se mezcla con la del invierno de ahí fuera.
“Dios está despechado también”-piensa- “porque está fumando demasiado últimamente…”.
Entonces se levanta y se queda postrado ante su cama. Permanece ahí de pié durante décadas, durante siglos, durante eternidades, con la mirada perdida en el recuerdo. Y se agacha para retirar las sábanas que son el último indicio de su encuentro, mientras se pregunta:
“¿Por qué veintidós?”.
Por fin, un ajetreo de aleteos de gaviota rompen el silencio de su hipnosis. Comienza a llover en Granada y las gotas recorren el vidrio hasta formar un enorme riachuelo en la ventana. El calor de la habitación empaña los cristales por dentro y ya no hay ni gaviotas ni espaldas que observar, más allá de la vista miope de un recuerdo que se derrite entre sus dedos.
Pablo Melgar
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