#23 ¿Cómo sería un día perfecto para ti?

Querido lector, ¡bienvenido de nuevo a esta newsletter! Te escribo, después de un tiempo en barbecho por estas tierras, para proponerte un reto: quiero que cierres los ojos ahora mismo y pienses en cómo sería un día perfecto para ti. ¿Qué necesitarías para convertir en perfecto tan solo un día de tu existencia? ¿Cuánto dinero? ¿Cuánta planificación? ¿Cuánto sacrificio? Wim Wenders nos pone los pies en la tierra en su última película.


Dirección: Wim Wenders Reparto: Kôji Yakusho, Arisa Nakano, Tokio Emoto, Yumi Asou, Sayuri Ishikawa, Tomokazu Miura Año: 2023 Duración: 124 min. Nacionalidad: Japón


Dice Lou Reed que un día perfecto consiste en beber sangría en el parque y, después cuando oscurece, irnos juntos a casa. Su himno nos recuerda que una buena compañía nos sirve para aferrarnos a la vida. Tan simple como eso. ¿Y qué mejor compañía que la de uno consigo mismo? El protagonista de ‘Perfect Days’ (en plural) opta por respetarse a sí mismo para ser una buena compañía para los demás. Es un hombre sencillo que vive con la dignidad de quien le saca el máximo partido a su existencia solitaria y austera en la gran ciudad.



A sus 78 años, el director alemán de ‘Alicia en las ciudades’ (1974), ‘Paris, Texas’ (1984) y ‘La sal de la Tierra’ (2014) decide rodar una película asiática en Japón (con todos los contrastes culturales que conlleva el reto). Una película muy poética sobre un maestro zen de la modernidad, cuyo patrón rítmico se sustenta en el minimalismo y la repetición: la transcripción (con todo lujo de detalles) de las rutinas de un limpiador de baños de Tokio. Hirayama se despierta todos los días con el sonido del barrendero en la calle que le sirve de despertador. Después, se asea con la autoestima de un hombre de éxito y riega sus plantas con la ternura de un padre que le hace el desayuno a sus hijos. Se pone el uniforme y sonríe sin falta al abrir la puerta de su casa, aún de noche.

Puede que algunos ya ni se acuerden de cómo se rebobinaban las cintas de casete, ni del mimo que resultaba del mundo analógico: «de cuando las cosas, a juicio del director, no sólo pasaban sino que, además, pesaban» (Luís Martínez). Las canciones no eran hipervínculos en una app que nos dan acceso a servidores situados a miles de kilómetros de distancia, sino que pertenecían al mundo de lo físico: tenían su propio cuerpo, ocupaban un espacio en nuestras estanterías y su sonido se deterioraba a la vez que sus oyentes, con el paso del tiempo. Los melómanos no eran solamente amantes de la música sino que también eran coleccionistas: cuidaban y organizaban aquellos artefactos (casi sagrados) que les permitían volver a escuchar el ‘Transformer’ de Lou Reed, una vez más.

Hirayama vive en el presente de Tokio, una ciudad que se ha relacionado siempre con el futurismo tecnológico y, sin embargo, no conoce la existencia de Spotify. Wim Wenders opta por mostrarnos la cara más cotidiana de la gran urbe: los barrios humildes, los parques donde juegan los niños, los baños públicos donde se duchan los ancianos… Como un personaje anacrónico, selecciona las cintas que le van a armonizar el estado de animo de camino al trabajo. En vez de bostezar y maldecir al cielo por haber tenido que levantarse tan temprano, se emociona al compás de su banda sonora. Se relaciona con los clientes regulares de los bares que frecuenta y disfruta de la ciudad, con sus paseos en bicicleta como un auténtico flâneur. También va a librerías y lee con avidez antes de irse a dormir. Hace al menos una fotografía al día y revela semanalmente los carretes que sirven de prueba de su huella en el mundo.

Tras media hora de metraje, cualquier espectador del siglo XXI podría sentir una sensación de extrañamiento ante la lenta cadencia de una trama sin conflictos aparentemente visibles, ni estímulos mayores que una bella fotografía para mantener nuestra atención de manera constante (como parece habernos acostumbrado la industria cinematográfica de los últimos años). Wim Wenders opta por el costumbrismo del ‘tío’ de Jacques Tati que no necesita abrir la boca para expresar su manera de ver el mundo. El mensaje no es deductivo sino inductivo, nos provoca una respiración sosegada y nos anima a disfrutar de los pequeños detalles de la vida; al igual que su protagonista es feliz con solo mirar la geometría que forman las luces y las sombras del mediodía cuando descansa, tras haber raspado la mierda de todos los inodoros de la ciudad.

El director parece advertirnos de todo lo que nos perdemos los habitantes de la era digital: perdidos constantemente en la nube de las pantallas inteligentes y en el estrés de las preocupaciones económicas. Obcecados en el futuro, mientras a nuestro alrededor tiene lugar el espectáculo inigualable de la vida. ‘La próxima vez, es la próxima vez. Ahora es ahora’, le dice Hirayama (en una actuación magistral de Kôji Yakusho) a su sobrina. No se necesita ser muy elocuente para dar buenos consejos, ni elaborar historias épicas para que lleguen a emocionar. Quizá el secreto de la felicidad resida simplemente en respetarse a uno mismo, en darse el tiempo necesario para escuchar de verdad una canción, en hacer cualquier trabajo con mimo (sea cual sea este). En vivir la rutina de todos los días. En vivir de verdad el presente. La vida es mucho más sencilla de lo que nos hacen creer las fantasías modernas.