Ficha policial
DATOS PERSONALES Y DE IDENTIFICACIÓN COMPLETA
Expediente Nº: GR-1234-A
Sujeto: José Francisco Moranta Paños
Nº de identificación: no consta
Alias: Er’Sefra
Edad: 41 años
Estado civil: Soltero
Nacionalidad: Española
Grupo sanguíneo: O+
Fotografía adjunta: [Sí/No]
HISTORIAL CRIMINAL
Hurto menor: Documentado de forma incompleta en distintas localidades rurales del sur, con un patrón similar en todas las incidencias.
Fraude de identidad: Se sospecha del uso reiterado de alias en ventas de bienes de valor.
Desorden público: Observado en mercados con alteraciones para facilitar hurtos menores.
FUENTES DE INGRESOS CONOCIDAS
Mercadeo de antigüedades y objetos de segunda mano: Reportes no oficiales indican su involucración en comercio irregular de bienes históricos, a menudo en ferias itinerantes y mercados de la provincia.
Tráfico de bienes menores: Intercambios en el circuito clandestino de la frontera sur, aunque sin evidencias formales.
OBSERVACIONES PSICOLÓGICAS Y DE PERSONALIDAD
Carismático y evasivo ante la autoridad. Estilo de vida nómada y calculador en cada movimiento. El sujeto es reconocido por ser extremadamente persuasivo y habilidoso para integrarse en comunidades rurales sin levantar sospechas.
RED DE CONTACTOS
Vecinos del barrio: En el barrio del Albaicín todos tienen una palabra buena para José Francisco, desde el panadero hasta el director de la sucursal bancaria.
Parientes en la zona: Mayoritariamente en el Albaicín, conocidos por actividades similares. Es el mayor de 7 hermanos, de los que se hace cargo.
Comerciantes aliados: Contacto frecuente con mercaderes que le facilitan escapar de los controles.
Asociaciones eventuales: Registro de intercambio con miembros de grupos itinerantes que operan en mercados y ferias.
EVALUACIÓN DE RIESGO
Riesgo Moderado-Alto para el patrimonio cultural, principalmente por sus conexiones en el mercado de objetos históricos y su capacidad de evadir la ley. Se recomienda rastreo administrativo de su madre Remedios Sánchez, por posible fraude, con motivo de cobrar pensiones de jubilación por un familiar después de la muerte de ésta. Vigilancia y registro eventuales, en zonas de interés arqueológico, donde sea visto en actividad.
DOCUMENTACIÓN ASOCIADA
Licencias o permisos: Ninguno registrado en los sistemas oficiales.
Identificaciones falsas: Utiliza al menos tres alias detectados en actividades sospechosas de intercambio.
El minibús de Plaza Nueva
Como cada mediodía, el minibús en Plaza Nueva estaba atestado de gente. Sin pedir permiso, “Er’Sefra” se abría paso entre la marea de turistas y picó el bono, hasta que chilló el aparato. El traje claro que le servía de máscara ya había visto sus mejores días. Se engominaba la melena negra hacia atrás y su trazo brillaba bajo las luces del otoño. José Francisco –Sefra, para los amigos, o “Er’Sefransi’co” en el barrio– parecía una figura fuera de contexto en medio de aquella cacofonía de acentos.
De un vistazo rápido avistó el único asiento libre, al fondo del vehículo. ¡Sálvese quien pueda!, sus ojos saltones brillaron con ese deseo anfibio que le da a su mirada una intensidad particular. Entre apretones y codazos, el Sefra se abrió camino con la destreza de quien lleva años practicando la misma maniobra, una y otra vez. Una señora alemana soltó un leve quejido cuando pasó junto a ella, apartándola de un leve empujón, pero ni un gramo de arrepentimiento surgía del alma del Sefra. Había aprendido a deslizarse entre aquellos espacios reducidos, como un pezqueñín escurridizo en una red de arrastre, hasta que se plantó frente a su objetivo principal: él mismo y su propia comodidad.
Sin perder el ritmo, levantó con suave firmeza el codo de un turista que obstruía su avance y le dedicó una media sonrisa, la misma que solía emplear para cerrar una venta o para ganarse el favor de cualquier tendero de tres al cuarto. Y ahí, por fin en su trono real, soltó un suspiro que no llegó a ser más que un pequeño gesto en sus labios. Se acomodó, cruzó las piernas y, desde su sitio, lanzó una mirada a todos los demás, como si su lugar tuviera reservado su nombre de forma implícita.
A sus 41 años, Er’Sefra llevaba demasiado tiempo cogiendo esa ruta como para ver en aquella multitud algo más que unas sombras pasajeras. Los turistas le parecían a veces figuras cómicas, otras veces molestas, pero en cualquier caso, eran intrusos que invadían su ciudad sin comprender realmente su esencia. “Estos guiris… vienen, miran y se van,” decía en los bares, con la misma indiferencia que hubiera mostrado un gato callejero ante un desconocido que pasa demasiado cerca y no le deja comida.
Para él, el autobús era casi como un pequeño templo de su cotidianidad, un pedacito de su Albaicín de siempre. Así que la idea de ceder su asiento a cualquiera de aquellos “forasteros” –aunque fuera una niña de trenzas o un anciano de bastón– no le pasaba ni remotamente por la cabeza. Él, “¡el Sefra”, hombre!”, sentía que se había ganado el derecho a sentarse donde le plazca por un currículum peleado a base de infinitas caminatas que le curtían ya las esqueléticas pantorrillas de padre de familia; a base de sudores en los mercadillos y de madrugadas de regateos. Era, en su lógica inamovible, el único verdadero heredero de aquel espacio de descanso.
Echó la cabeza atrás, apoyándola en el respaldo, y se alisó el pelo engominado con la palma de la mano, en un gesto mecánico de quien sabe que su apariencia es su carta de presentación. A la altura del cuello su pelo se rizaba en un único y enorme rulo negro. A su alrededor, seguía el barullo como un castigo, las risas en inglés y las fotos robadas. En su asiento permanecía impasible, nobleza de los espacios de cuesta.
El minibús avanzaba por la calle estrecha, reptando junto al Darro, y en el interior, los granadinos de pura cepa se arremolinaban en el fondo, lejos de los turistas con sus cámaras y chanclas ridículas. Al lado del Sefra, un hombre de polo verde pistacho y calva lustrosa sostenía una conversación silenciosa con el suelo, mientras su hija lo miraba desde la acera, con un “Adiós, papá” pegado en los labios.
Justo enfrente, una pareja joven se dejaba llevar por el vaivén del minibús, entrelazados en un beso muy meloso que se se sostenía cada vez que el autobús paraba en los semáforos, o al pasar con miedo alguna curva escarpada. Y a la derecha del Sefra, una hippie con rastas, de expresión beatífica, acariciaba a un Yorkshire diminuto que, envuelto en un pañuelo colorido, miraba al Sefra con una especie de curiosidad burlona, como si comprendiera algo de lo que estaba a punto de suceder.
Dos asientos más adelante, una mujer rubia despampanante de pelo rubio largo y platino, lucía un conjunto muy apretado de deporte que lucía orgulloso sus largos esfuerzos en el gimnasio. La mujer le hablaba a los niños con una voz aguda e insoportable. Era una de aquellas adultas que le hablan a los niños como si fueran tontos. Su voz de ingenua forzada, repetía una y otra vez: “Vosotros dos, hacedle caso a la seño”, tras lo cual sonreía como si estuviera siendo grabada en un reality show. Los dos niños se revolvían el pelo a manotazos y enormes carcajadas. El más grande de ellos, rubio y rojo como un tomate se enfurecía cuando el chiquitajo le pegaba puñetazos en el brazo. Caín y Abel de colegio privado.
Entonces, de pronto, el minibús se sumió en un silencio brutal cuando el teléfono del Sefra tronó con gran estruendo. Los primeros acordes de “Aleluya” del ‘Omega’ de Enrique Morente retumbaron en el minibús. Una explosión de flamenco y rock que llenó el espacio, mientras los gruesos muros de piedra de la Acera del Darro se abrían de par en par. Los turistas como corredores de un encierro taurino, observanan a un palmo de distancia los rostros que les miraban al otro lado del cristal. Las turbulencias revolvieron en el asiento al Sefra, casi fastidiado por la interrupción de su momento de paz, y con la parsimonia de un abuelo a punto de cortar el césped, apretó el botón verde con el dedo índice.
–¡Dí-melón, tú! Que a mí me da vergüensa –bramó, como si al otro lado hubiera alguien perdido en los escarpados picos de la Sierra Nevada.
La pareja dejó de besarse, y se miraron, avergonzados, como si hubieran sido descubiertos en un delito. La rubia platino puso cara de ofendida y cerró la boca de golpe, interrumpiendo su discurso de “hacedle caso a la seño”. Los niños, en una tregua momentánea, clavaron los ojos en el Sefra, anonadados, sin saber si reír o llorar. Y mientras el Sefra vociferaba a través del teléfono, la horda de turistas se abría en forma de acordeón. Los cuerpos pegados a los muros de piedra en forma de encierro taurino. La multitud seguía al minibús en una procesión extraña, descodificando los cristales llenos de barro en busca de señales.
Los muros de piedra parecían alzarse a su alrededor, fríos y solemnes, pero el Sefra era el único que rompía aquella tensión, dueño absoluto de la escena, como si en su voz desafiante y en la canción estridente estuviera latiendo el verdadero corazón de Granada.
Al minibús le costaba avanzar entre el gentío y el tráfico que subía por la Cuesta del Chapiz, y el Sefra, como si estuviera en su propio despacho, seguía negociando con el tapicero, ajeno a las miradas molestas de los pasajeros que ya se arremolinaban en una mezcla de impaciencia y bochorno. La llamada era, en apariencia, una conversación de negocios, pero en realidad, era un espectáculo en toda regla. La voz estridente del Sefra iba narrando cada pormenor, como si sonara en la radio. En ese momento, todos los pasajeros atendían, sin quererlo, el asunto de los tresillos como si fuera una cuestión de vida o muerte.
–¡Que son veinticuatro, tío! ¡Veinticuatro tresillos, y me los dejas con ese precio, tó tieso! –clamaba el Sefra, como si tuviera al tapicero justo ahí, enfrente de él, en lugar de al otro lado de la línea. Un silencio espeso llenaba el aire tras cada uno de sus exabruptos, donde sólo se oía el ruido del tráfico afuera y los murmullos de los turistas que, ajenos al drama, apuntaban sus cámaras a los muros de piedra.
La voz grave y gutural del Sefra resonaba por todo el autobús como si el tapicero, en efecto, estuviera del otro lado, escondido en las colinas verdes más profundas del Valle del Generalife. Cuando el otro hombre le respondía, su contestación apenas se percibía como un murmullo lejano en el teléfono, lo que le daba al Sefra aún más oportunidad de elevar la voz.
–¡Pero tú me estás engañando, compadre! ¡A ver si tú te crees que me chupo el dedo! –seguía, con un tono casi ofendido, mientras los ojos de los pasajeros se clavaban en él, algunos incluso entrecerraban las cejas.
A cada rato, el Sefra asentía, aunque el otro no podía verlo, y después lanzaba un bufido de desaprobación, que repetía con firmeza:
–¡Que no, que ni hablar, que eso es una tomadura de pelo! Si tú me haces los veinticuatro con ese precio, nos va bien a los dos. ¡No hay más que hablar!
A su lado, el padre de familia del polo verde pistacho resoplaba con fastidio, mirándolo de reojo como si quisiera replicarle algo, pero sin atreverse a abrir la boca. La hippie con el Yorkshire alzó la vista hacia el techo, suspirando como quien invoca paciencia divina, mientras el perrito observaba al Sefra con una mirada de desaprobación. La pareja que antes se besaba ahora permanecía en silencio, alejados uno del otro, como si la escena se hubiera congelado de repente.
El minibús apenas avanzaba unos metros a paso de tortuga, y el atasco en la Cuesta del Chapiz no ayudaba. De vez en cuando, los turistas se asomaban a las ventanas, confusos, como perrillos en una jaula que se preguntan si aquello era parte del “auténtico encanto” del Álbaicin, mientras el Sefra, finalmente, lograba cerrar el trato.
–¡Venga, vale, cerramos en eso! ¡Pero me los tienes listos para el viernes, que te lo digo en serio, primo! –sentenció, satisfecho, con una palmada sonora que pareció retumbar en el autobús como un martillo. Soltó una carcajada breve, en la que se adivinaba su victoria, y colgó con un “¡Hala, pues!” que resonó por toda la Cuesta.
Un suspiro de alivio recorrió a los pasajeros y el minibús avanzó, al fin, unos metros más. El Sefra, exultante tras sellar la venta, levantó la voz por encima del murmullo colectivo y, con una sonrisa de complicidad, proclamó:
–¡Es el mercado, amigo!
La frase fue acompañada de una palmada en el muslo del hombre del polo verde pistacho, quien había empezado a tararear el “Aleluya” de Morente y Lagartija Nick, contagiado en la euforia del momento. El Sefra, siempre dispuesto a sumarse a la fiesta, no perdió ni un segundo: se unió al canto con una entrega casi teatral, y de inmediato ambos comenzaron a entonar la canción a pleno pulmón, como si estuvieran en el corazón de un tablao flamenco y no en un minibús atascado en la Cuesta del Chapiz.
– ¡Conozco esta tierra, conozco este cielo, y aquí estaba solo antes de conocerte!
Mientras el padre entonaba las estrofas con seriedad solemne, el Sefra golpeaba los cristales y el respaldo del asiento, marcando el ritmo con palmas, un zapateado improvisado de manos que hacía vibrar el minibús entero. Cada golpe resonaba en el reducido espacio, y el minibús se estremecía al compás de aquella percusión improvisada, que el Sefra acompañaba con gritos de Aleluya mezclados con olés. El autobús avanzaba a trompicones, deteniéndose cada pocos metros con frenazos bruscos que sacudían a los pasajeros, mientras el espectáculo espontáneo continuaba en medio del barullo de voces extranjeras.
Afuera, el chirrido de la grúa que arrastraba un coche mal aparcado añadía una nota metálica al caos. Dentro, los turistas, cada vez más confusos, se arremolinaban junto al conductor y repetían, en una especie de coro molesto:
–¿Esto es el Álbaicin, por favo’?
El conductor, curtido en años de lidiar con turistas despistados y con la paciencia estirada al límite, respondió con firmeza, casi como un recitativo:
–¡Esto es el Albaicín, hombre! ¡Claro que sí!
Cuando finalmente la percusión cesó y la última nota se extinguió en los labios del Sefra, este respiró profundamente, con una satisfacción que lo inundaba por completo. Se recostó en su asiento, todavía riendo, y añadió, pensativo:
–Ya no se hacen canciones como en los noventa…
–La verdad es que no –contestó el hombre del polo, que ahora sonreía, compartiendo una complicidad con el Sefra como si se conocieran de toda la vida. Por un instante, fueron dos amigos de siempre, dos compadres de bares y de esquinas, unidos en la nostalgia de esa época que compartían en algún lugar de la memoria.
Mientras tanto, el resto de los pasajeros había alcanzado el límite de su paciencia. Con cada golpe en el cristal y cada “¡Olé!” del Sefra, el enojo se había ido cocinando como un potaje a fuego lento, y ahora hervía en miradas de reprobación y suspiros exasperados. Para ellos, aquel autobús era ahora un caldero donde se mezclaban demasiados estímulos: los frenazos bruscos, los golpes en las ventanas, los turistas agobiados y el incesante murmullo de las canciones noventeras en el teléfono móvil.
El minibús seguía detenido, enredado en el tráfico de la Cuesta del Chapiz, cuando el teléfono del Sefra volvió a sonar. Esta vez, se escuchó con fuerza la voz de su sobrino, resonando con un tono entre tímido y firme, como si hablara a alguien que estuviera sordo:
–¿Qué dise Er’Sefransi’co?
El Sefra sonrió y, sin preocuparse por el volumen de su voz, contestó con toda la confianza del mundo, dispuesto a dar cátedra en el arte de vender y puso el manos libres:
–¡Pero qué pasa, sobrino! Mira, que eso de las sillas es fácil, hombre. Tú le dices al interesado que se las damos forraditas y todo, por unos mil doscientos pavos, ¿me entiendes, sobrino? –dijo el Sefra, estirando cada palabra como si estuviera hilvanando el mejor trato de su vida–. Y le dices también que es para una buena causa, que tu tito el Sefra te las ha regalado pa’ que te saques el carnet y así puedas entrar en la empresa.
La gente en el autobús miraba de reojo, cada uno tratando de disimular su interés o su molestia, pero sin poder evitar escuchar cada palabra. Mientras tanto, el Sefra seguía dando instrucciones, como si estuviera dictando un código de honor familiar:
–Y que no te dé apuro, sobrino, que está tó hablado. ¿Me entiendes o no? Que tu tito el Sefra cuida de ti, hombre. Y oye, ¿cómo está la abuela? A ver si le insistes en que se coma la fabada que le he dejado en el frigo, que luego no quiere ná y se me pone malita. ¿Me escuchas bien? –y como en un arrebato de cariño, concluyó–: Un beso muy grande, y ponte recto, ¡coño! Que te estoy viendo. ¡Que eres un Morenta, coño!
Colgó con una risotada y volvió a recostarse, justo cuando el padre de familia a su lado, que no había podido evitar escuchar toda la conversación, lo miró con una mezcla de curiosidad y complicidad.
–¿Morenta, has dicho? ¿Por eso te gusta tanto Morente, amigo? ¿Es que sois familiares?
El Sefra lo miró como si le acabaran de lanzar un piropo y, sin perder la compostura, adoptó un aire orgulloso y se lanzó con la historia, sin importar si era verdad o una versión “mejorada”.
–Hombre, claro –respondió, inclinándose hacia el padre como si estuvieran en el salón de su casa–. Mi madre era prima de un hermano segundo de la familia Morente. No te digo yo que Enrique y yo no nos hayamos cruzado por ahí en alguna juerga. Mira, ¡si hasta me dejó estas patillas! –dijo, señalando sus patillas, que en su imaginación parecían una herencia directa del maestro.
Mientras el Sefra contaba con gusto su historia, la pareja que antes se besaba decidió escapar y salieron del minibús, seguidos por algunos turistas que parecían haberse rendido ante la situación. El conductor, que se asomaba para ver el tapón de coches, aconsejó con voz resignada:
–Lo mejor es que subáis andando; esto no se va a mover en un rato. Ha llegado hasta la policía, ¿sabéis?
Algunos pasajeros comenzaron a bajar, pero el Sefra y el padre de familia se quedaron, instalados en una especie de camaradería inesperada, mientras la hippie con el Yorkshire, ahora ladrando sin parar, seguía ocupando su asiento, como si estuviera esperando algo más interesante aún. La rubia con sus dos hijos, insensible al caos, volvía a concentrarse en el teléfono mientras los niños, con brazos ya marcados de moratones, retomaban sus juegos de empujones y manotazos, indiferentes al bullicio exterior.
El Sefra, encantado de tener audiencia, siguió contando su relación con los Morente, evocando escenas de fiestas imaginarias y encuentros esporádicos en los que, según él, había heredado aquel “sonío casi de primo” que le salía en cada “j” pronunciada.
–¡Mi madre, compadre! Que no hay voz como la de Enrique, y eso no es porque sea mi gente –añadió, poniéndose la mano en el pecho con una solemnidad que rozaba el teatro.
Y aunque los pasajeros que aguantaban ya el límite de su paciencia, rendidos ante el tumulto, había algo en la presencia del Sefra, en su manera de llenar el espacio, que hacía que nadie se atreviera a pedirle, de una vez por todas, que guardara silencio.
Para comentar debe estar registrado.