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La distopía de una revolución nihilista, en otros tiempos, tendría que haber sido explicada a los espectadores con media hora más de metraje. Sin embargo, en el año 2019 todos entendemos por qué dice Arthur, al principio de Joker (2019) y mirando a la trabajadora social que se encarga de recetarle su medicación, eso de: “¿soy solamente yo o la gente se está volviendo loca ahí afuera?”. Es una paradoja que el Joker diga esto y además que todos sepamos de lo que habla inmediatamente, pues habla de nosotros: crisis económica, ultraliberalismo, guerra de aranceles, pérdida de los derechos sociales, caída del Estado del Bienestar, individualismo exacerbado, paro, incertidumbre, caída de la clase media, desigualdad y enfado. Parece como si la historia hubiese propiciado un estado de ánimo global que ha convertido al villano más mediático de todos los tiempos en el mejor analista político. En este momento, es el loco el único que se da cuenta de la situación.

Podemos decir que el personaje creado por Bill Finger, Bob Kane y Jerry Robinson en el formato cómic de 1940, sí es el villano más mediático de la cultura de masas occidental. Prueba de ello ha sido la respuesta que ha tenido este nuevo estreno en el mass media, con más de 1.000 millones de dólares de recaudación hasta la fecha. Y entre los mil artículos que han salido a la luz sobre el antagonista de Batman, he encontrado este de la revista Icon (De Jack Nicholson a Joaquin Phoenix: todos los Joker, del peor al mejor), que nos sirve para hacernos una idea de la evolución de esta antítesis del héroe en cada etapa de la historia contemporánea.

Escribe Rubén Romero Santos que el primer Joker que vimos en televisión, el de César Romero (1966), fue «un niño bien que más que ser un peligroso psicópata, tiene como afición jugarle malas pasadas a Batman, que nunca llegan a buen término por su proverbial incompetencia». En los años 60, nuestra visión del Bien y del Mal era absolutamente maniquea a causa de la brutal propaganda de Estados Unidos sobre el resto del mundo occidental que se apoyaba en las historias de héroes justos e indestructibles contra malos muy malos. En aquellos tiempos, el poderoso justiciero siempre ganaba en última instancia y todos lo celebrábamos de igual manera en que el mundo ha celebrado, una y otra vez, a Estados Unidos como el salvador de los pueblos sometidos del mundo (para los milenials, #ironíaON).

Tuvimos que esperar hasta 1989, a que Jack Nicholson fuera el gánster más gánster de todos los gánsteres, aquel que todos creen muerto y vuelve de las sombras para darle con su propia moneda a los demás gánsteres. En este artículo lo definen como hedonista y disfrutón. Inauguraba una década de los 90, donde los villanos de la vida real eran mafiosos populistas que menoscababan el interés de la sociedad civil en su propio interés económico, e incluso de manera pública. La imagen del Joker regalando toneladas de billetes al populacho podría recordarnos a la estrategia de Pablo Escobar para conseguir la respetabilidad del ciudadano medio en Colombia.

Es cierto que Tim Burton ya definió a su Batman como un psicópata y aquello fue el principio de un cambio de paradigma entorno a la imagen maniquea del Bien y el Mal, del héroe y el villano representados en la dualidad de Batman y Joker, en la cultura de masas. Sin embargo, no fue hasta la entrada del nuevo milenio y la versión de Christopher Nolan (El caballero oscuro, 2008) cuando se dotó al Joker de un discurso mucho más complejo. Para Nolan y Heath Ledger, este Joker se desmarca de la mafia y se erige como ese agente del caos externo que roba para después quemar el dinero. Este villano aseguraba al propio Batman (a la cara) que no quería matarle porque su propia existencia dependía de él e incluso le completaba. No es que no creyera en los códigos morales de la sociedad sino en la práctica que esta hace de ellos («solo son buenos si el mundo deja que lo sean»). La respuesta del héroe fue darle una paliza. Entonces, si el supuesto Bien no sabe ejercer su propio poder contra el supuesto Mal sino es con violencia, es ahí cuando pierde toda su razón de ser. Este Joker sí que entendía el funcionamiento del sistema mucho mejor que el justiciero de dos caras y su postura era la anarquía total. Solo le faltó llevar tatuado en el pecho, “contra toda forma de poder”. Un personaje espectacular e inédito en un blockbuster.

Y llegamos a este nuevo paradigma del 2019 que aparece con la magnífica interpretación actoral de Joaquin Phoenix. He decidido no comentar su actuación más allá de esto, porque es mi actor favorito y este texto perdería toda la objetividad analítica que pretende. Por ello, para empezar el análisis de la película me iré a otro de los artículos que he encontrado en la red, donde se muestra la opinión de dos doctores británicos respecto de esta reescritura del Joker:

“La psicopatología de Arthur es nebulosa en el mejor de los casos: su aparente falta de pensamiento desordenado significa que el intento de ilustrar la psicosis está a medio formar. También muestra rasgos de narcisismo y depresión. Esta imprecisión diagnóstica puede crear un carácter más identificable que refleje el dolor de cualquier enfermedad psiquiátrica; pero da la impresión de que muchos trastornos se han amalgamado como recurso de trama”.

 

Y sigue, más adelante, con el testimonio de un neurocriminólogo:

Refleja con veracidad el camino que lleva a un hombre a la locura y a cometer actos de violencia; esto es, la combinación de la genética, traumas infantiles, una enfermedad mental no tratada y una provocación social. La película fue una predicción sorprendentemente veraz del background y las circunstancias que, cuando se combinan, crean a un asesino. Mientras la veía pensaba en tomar fragmentos para ilustrar mis clases”.

 

Este nuevo Joker cuenta la historia de un hombre que ha sufrido abusos, que experimenta la carga emocional de padecer una amalgama de trastornos psicopatológicos y, además, un contexto social que lo pisotea totalmente, sumado a la decisión irracional de elegir la violencia para enfrentarse a todo ello. Parece la perfecta combinación de cómo alguien se convierte en un asesino. ¿Cómo alguien que reúne todas estas características puede ser el perfecto símbolo para liderar una revolución?, deberíamos preguntarnos.

Explica Remedios Ávila que, según la crítica de Heidegger a Nietzsche, «el nihilismo es ese estadio de la historia del pensar en el que […] el ser ha sido eclipsado por el valor» y, por lo tanto, los valores supremos que han ordenado el mundo hasta ahora ya no son necesarios en este nuevo escenario que simboliza tan bien la aclamada película de Todd Phillips. Sin el Joker, Arthur es un perdedor, el protagonista de cualquier película de los Coen al que le han arrebatado incluso la comedia. Este Joker dice abiertamente que no cree en nada y por eso llega más lejos que cualquiera de los otros, tanto en protagonismo ficcional como mediático. Y todo esto sin ni siquiera buscarlo («¿crees que soy la clase de payaso que lideraría un movimiento?»). Este Joker todavía no es maquiavélico, pues su percepción de la realidad está completamente alterada, es la propia sociedad quien lo desprecia en un primer momento: desde el estrato más bajo donde todos los ciudadanos se burlan de él, hasta las esferas más altas que le niegan incluso los recursos para que consiga su medicación; incluso el propio Thomas Wayne llama “payasos” en televisión a todos aquellos que no han conseguido nada en su vida y que se quejan por ello. Y es la misma sociedad que le pisotea, la que lo erige como el símbolo del enfado popular (tranquilos que no haré más spoilers), porque empatizan con su venganza particular basada en un primitivo “obtienes lo que recibes” (ojo por ojo, diente por diente).

El enfado es trending en el mundo y la causa principal de ello sea la deteriorada confianza en la clase política, y por ello quizás los discursos populistas del miedo (como el de Donald Trump o Vox, en España) tengan tanto calado en los debates televisivos dentro del propio sistema. A pesar de que la situación sea preocupante y de que la salida violenta corra dentro de nuestras venas, personalmente no creo que sea necesario decir eso de: «Y si alguien cree que los que mueren en la película merecían morir así por sus acciones, solo puede ser dos cosas: un peligroso radical de extrema derecha o izquierda; o un ignorante anarquista de sofá que nunca moverá un dedo si no es para la impostura de las redes sociales»; como ha decidido hacer el crítico de El País, Javier Ocaña. No es labor del artista ni del pensador la de liderar cualquier movimiento revolucionario violento, solamente los locos o aquellos que no tienen nada que perder son capaces de tal hazaña. En esa crítica a Nietzsche por parte de Heidegger, según Remedios Ávila, se demuestra «el abuso de la lectura biologicista y de la lectura nazi de este pensador». Si una película como esta consigue generar violencia real en los espectadores, es que no hablamos de una distopía y malinterpretamos el papel del arte en la sociedad.

“…hay que contabilizar en el balance algo que Heidegger ha ejercido como pocos y quizás como nadie: su magisterio para enseñar a pensar. Y en esto hay que recordar lo que él opone al nihilismo: la piedad. La piedad como pregunta y como voluntad paciente de escucha y recepción para lo que es y ha sido desde siempre digno de ser pensado. En estos tiempos en que tanto se celebran la eficacia y la prisa, sorprende por lo acertado la invitación a pensar. A acercarse a los textos y a los problemas con una virtud que debe ser rescatada del olvido: la paciencia, la espera, la serenidad.”

Remedios Ávila

Pero su labor sí es la crear simulacros excesivos para que nos hagamos todas estas preguntas antes de que sea demasiado tarde. Las buenas historias nos fuerzan al experimento de la empatía por el villano (aunque sea durante las dos horas que dura una película) de la misma forma en que lo condenaríamos por sus actos deleznables en la vida real pero también nos enseñan a repartir la carga de esa etiqueta que señala con el dedo de la vergüenza no solo a los criminales sino también a los políticos ultraliberales y a algunos hombres de chaqueta y corbata de Wall Street que, gracias a la especulación, son también parte del problema de la desigualdad social. Nuestra fascinación por las mentes atormentadas de la urbe moderna debería servirnos para entender la raíz del problema y desde que Los Soprano (1999) nos abriera las puertas de la consulta de una psicoanalista que trata los problemas de ansiedad del capo de la mafia de New Jersey, la ficción contemporánea se ha dedicado con empeño a enseñarnos las costuras del que sigue siendo el lado verdaderamente incomprendido de la luna, el del crimen. Ficciones como la de Mindhunter (2017) o Joker, servirían a un lector paciente para desmarcarse del periodismo del morbo y el del linchamiento mediático que sustituye a la justicia actual. Si el neoliberalismo nos lleva a recortar en derechos sociales y a instaurar programas educativos que solamente fomentan la educación económica de la disputa y el valor de cada persona solo se mide en función del dinero que genera, más allá de los valores éticos y las corrientes humanistas, es de apreciar que una película con un presupuesto de 55 millones de dólares se atreva a plantear la distopía de una revolución nihilista-violenta, y a invitarnos a pensar: ¿si llegara ese día en que los valores humanos están en decadencia y ningún empresario o político lograse convertir el descontento popular en un eslogan que convenza, a quién elegiríamos entonces como líder para salir de este descontento? ¡Me dan ganas de reír!

Pablo Melgar Salas,

mi álter ego crítico cultural.