Los viajes al pasado son una cuenta pendiente para la ciencia. Máquinas del tiempo que permitan husmear físicamente el pasado. Estaría bien eso de sacar la cabeza en otro tiempo para poder revivir sensaciones y momentos que fueron gratificantes. Yo, de vez en cuando vuelvo a mi adolescencia o a la niñez bajo la ruta de los recuerdos y las sensaciones siguiendo las señales de sonidos y acordes de esos grupos que escuchabas aquellas tardes con quince años.
Hace un par de meses mi primo me comentó algo acerca de un concierto de Extremoduro en Murcia y, no sólo eso, sino que teníamos que ir. Por supuesto. Aquel día indagué en el cajón de los recuerdos, donde están todas esas letras que me aprendí hace años sobre sentimientos que explotan. Seguían estando allí, todas intactas.
Y allí nos fuimos, con la imagen de aquel concierto de hace unos cuantos años que para muchos de nosotros fue el primero de rock de verdad. Recuerdo que fue la primera vez que sudé junto a melenudos de camiseta negra, también la primera vez que me tiraron un “mini” de cerveza por encima, y la primera vez que desbarré en una olla. Con Extremoduro yo perdí mi virginidad roquera. Tomamos copas con “Pepe Botika” y nos relató acerca de sus años en la cárcel y sobre el mundo de la calle y la droga. Mil historias sabía ese bribón, y juntos saltamos cantando. Reverencié al rey de la Baraja, allí estaba Evaristo al que menos le falta para ser Dios de todos los que he visto, entre rejas como ningún otro rey, el Dios del rock transgresivo de melena y cara chupada que rasgaba la guitarra haciendo caer rayos del cielo. Y él nos arrastró a “Extremaydura”, la tierra del octavo día de Dios en el Génesis y las bellotas radioactivas. Allí donde a todo el mundo le daba todo igual, se ponía “Deltoya sin parar” y acabé firmando en todas las paredes con mi piel, “volando solo” y “buscando una luna” con aquellos señores de pelambrera y pocos dientes que pintaban un “Autorretrato” lleno de sexo, drogas y rock duro encima de un escenario haciendo feliz a toda una generación que aprendió a blasfemar con Extremoduro.
Todos los presentes conocíamos la ideología de Extremoduro, a pesar de que sólo unos pocos privilegiados la habíamos disfrutado en directo. El concierto empezó con “El pájaro azul” y una retahíla de canciones de su último disco. La bohemia mente de Roberto Iniesta está latente en sus últimos trabajos que suponen continuas y deliciosas declaraciones de intenciones y sentimientos ácratas de alguien desavenido con el mundo. Aplaudo la evolución de un valiente Robe resacoso, al parecer, de seguir convirtiendo groserías y berridos en himnos. Pero no nos olvidemos de que se ha convertido en mito por algo mucho más brutal. Y ese inicio elegante y psicodélico con un sonido distinguido, solo a la altura de los más grandes, dejó muy frío a aquellos que llevaban horas bebiendo para saltar y cantar. Los seguidores de siempre. Solamente “Ama, ama y ensancha el alma” y “La vereda de la puerta de atrás” hicieron detonar la emoción de la gente.
El segundo acto consistió en la puesta en escena del disco “La ley innata” de forma casi íntegra, menos la “Coda flamenca”. Algo demasiado presuntuoso, para mi opinión. Es increíble presenciar en directo aquellos versos llenos de estados de ánimo conformados en un ciclo. Así es la “Ley innata”, un ciclo que comienza con “Dulce introducción al caos” que para mí supone el prólogo apocalíptico más refinado y profundo de nuestra generación y acaba con un testamento de alguien discorde con la compleja “realidad”, “cansado de “tanto andar perdido”. Pero demasiada dificultad resulta de 2 horas llenas de sentimientos y lirismos que llegaron a adormecer a la gente, a pesar de estar ensimismados. ¿Dónde está Extremoduro y su ferocidad?
Y en el tercer acto, “no nos pueden fallar” gritaba uno detrás mía. Y todos esperábamos escuchar lo que confiábamos escuchar en un concierto de Extremoduro. Pero “Pepe Botika” no apareció, parece ya reformado. Y Evaristo tampoco pasó por allí, dicen que ya no es ni Rey ni Dios. Y sí, cantamos “A fuego” y “Puta” hasta desgañitarnos y saltamos mucho mientras duraron, pues fue el único momento en que pudimos hacerlo. Y coreamos “Bribriblibli”, “Cabezabajo” y “Standby”, como esos himnos de tantas generaciones de adolescentes que empezaron a escuchar rock gracias a Extremoduro. Y nos agarramos de las manos para cantar “Salir”, todos juntos, como tantas otras veces. Pero ahí nos quedamos, fríos y un tanto decepcionados.
La verdad, esperábamos otra cosa. Puede que aquello del sexo, las drogas y el rock duro con lo que aprendí a ser mayor, y no un concierto para quinceañeros. Me ha costado tres semanas reunir estas líneas para hablar del concierto, porque me resulta difícil compadecer a aquellos que no han podido conocer la esencia de Extremoduro. Disfruté el concierto pero eché en falta la verdadera ideología de “Jesucristo García”, solo presente en algunas historias de Robe: “el otro día le pregunté a mi perro, ¿cuál es el sentido de la vida?, y él me respondió: pues tu me tiras un palo y yo voy a buscarlo. Y ahí que le tiré un palo y me lo trajo diciendo, a ver si tienes cojones a quitármelo. Ese es el verdadero sentido de la vida”. Robe, disfruto siempre con tus pregones simplistas y tu brutalidad, con los riffs del “Uoho” y con la potencia de “Deltoya”. Sigue sacando discos, pero en los conciertos no olvides quién eres.
Pablo Melgar
“Regalé mi alma imperecedera. ¿Para qué? Para que nunca más me duela.”
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