Por Alberto Frutos

La vida puede durar tres horas. O, al menos, puede parecerlo. En algunos casos, los excepcionales de verdad, todas las sensaciones, recuerdos, sabores, aromas, postales, atardeceres y promesas hechas a dos voces y escritas a cuatro manos, caben en un disco. En una canción. En un estribillo. No caeremos en la reiteración, que roza el tópico, de que las (mejores y peores) vivencias caben en una canción, ni que la música esconde los suficientes secretos y trucos, honestos, para captar todos los pensamientos y sentimientos que un ser humano puede tener la capacidad de albergar. Son notas, pasos, estrofas, solos de guitarra y juegos de voces que, en algún punto, se clavaron dentro, en un lugar que tiene mucho más de alma que de cuerpo. Viajemos hasta un escenario que nos lleva a mediados de la década de los noventa, donde un niño de unos doce años, dispuesto a combatir un rato de aburrimiento de los que la infancia ofrece muy de vez en cuando, decidió acercarse al equipo musical de sus padres y bucear entre las diferentes cintas de cassette hasta encontrar una en la que podía leerse ‘The Beatles’. Ni una palabra más, ni una razón menos. Probemos. Cascos más grandes que la cabeza puestos, piernas cruzadas en el suelo y play. Y todo cambió. ‘Hey Jude, don’t make it bad, take a sad song and make it better…’¿Qué demonios era aquello? ¿Qué secreto tenía aquella voz para conseguir que todo lo demás se silenciara al instante? ¿De dónde había salido aquel ‘na,na,na’ que se había instalado en mi cabeza? Hasta aquella fecha había escuchado mucha música, especialmente en los viajes en carretera donde la banda sonora la ponían Elton John, Bee Gees, Neil Diamond y la Electric Light Orchestra, pero ESA canción era diferente a todo lo demás. Cuando sus siete minutos se fueron apagando volví a retroceder para escucharla una vez más. Pensaba que después de aquello no habría nada más. Error grave. Bendito error grave. ‘Something’, ‘Let it be’, ‘Across the universe’, ‘Get Back’, ‘Strawberry Fields Forever’, ‘Penny Lane’…Cuarenta y cinco minutos de placer absoluto que cambiaron una vida. Es imposible explicar porque los que amamos, de verdad, a los Beatles sentimos esa conexión tan fuerte pero, aquellos temas, se convirtieron en la banda sonora que ha acompañado cada uno de los momentos que he ido viviendo hasta el día de hoy.

El tiempo pasaba, los cuerpos cambiaban, las dudas se iban resolviendo al mismo tiempo que aparecían nuevas incógnitas, se sucedían la edad del pavo y la de la búsqueda interior, los exámenes y las universidades, los primeros besos y las despedidas a ras de portón. El mundo no se cansaba de girar guardándose sorpresas tras cada esquina pero ellos siempre estaban al otro lado de la melodía. John, Paul, George y Ringo. ‘Rubber Soul’, ‘Revolver’, ‘Abbey Road’, ‘A hard day’s night’, todos, absolutamente todos sus discos formaron, y lo siguen haciendo, parte de mi crecimiento personal. En las buenas y en las malas. Y una promesa, ver a uno de ellos en directo.

Viví la muerte de George Harrison como si se tratara de un familiar cercano, recordé a Lennon como si hubiera estado en alguna de las concentraciones que se produjeron tras su muerte, sonreía al ver la manera en la que Ringo se mantenía instalado en el espíritu de la década de los sesenta, algo que no ha dejado de hacer, y seguía los pasos de McCartney con devoción absoluta. Sin Lennon, no hay competición válida. Hay otros gigantes, claro, del tamaño de Dylan, Springsteen o Cohen pero, amigo, la melodía corresponde a Paul. Nadie consigue más con menos. O con aparentemente menos. Lo que para muchos son sencillas canciones de amor, trozos de azúcar con estribillos pegajosos deberían, por un lado, investigar a fondo la obra de Macca y, por otro, intentar escribir un tema así. No debería ser tan complicado si parece tan fácil, ¿no?

Continuaba cumpliendo años, sueños y pesadillas cuando se produjo la oportunidad. 23 de mayo, Londres, gira Out There. Conllevaba viaje pero la espera de aquel chaval que tiene hoy 27 años había llegado a su fin. Y aquí viene la parte en la que las palabras, como casi siempre, no conseguirán tocar los talones de una experiencia que está mucho más allá de lo musical. Cuando se apagaron las luces del maravilloso O2, Paul y su banda aparecieron en el escenario dispuestos a ofrecer una lección de energía, un derroche de entusiasmo contagioso, un arsenal de himnos que saltaron del blanco y negro al color y sobrevivieron todas las décadas a las que se enfrentaron sin despeinarse. El primero de los temas, ‘Eight days a week’, se publicó en 1964. Sacad cuentas. A partir de esos primeros compases, de esas primeras palmas que acompañaban una de esas melodías tan perfectas que parecen soñadas, McCartney apostó por pequeñas dosis de su último trabajo discográfico, ‘New’, publicado el año pasado y presente a través de la canción homónima, la trepidante ‘Save Us’ y esa pequeña obra maestra que es ‘Queenie Eye’, alguna concesión un poco fuera de lugar como ‘Hope for the future’ y delicadezas de la talla de ‘My Valentine’, para centrarse en la nostalgia. Y en lo mejor de su carrera. Palabras mayores.

Combinando clásicos absolutos marca Beatle (‘Can’t buy me love’, ‘Paperback Writer’, ‘We can work it out’, ‘Eleanor Rigby’, ‘Obladi Oblada’, ‘And i love her’o ‘Lady Madonna’) con alguno de sus grandes éxitos en solitario (‘Band on the run’, ‘Let me roll it’, ‘Maybe I’m amazed’ o una explosive ‘Live and let die’), McCartney no permitió tiempos muertos a lo largo de 180 minutos que pasaron como poco más que un suspiro entre los dientes. Y, aunque sea complicado encontrar puntos altos en un concierto instalado en el lado de la matrícula de honor, conviene detenerse en las que, con toda probabilidad, sean las mejores canciones de su cosecha. Algunas suenan completamente desnudas, voz y guitarra, silencios y lágrimas. ‘Blackbird’, ‘Yesterday’ y el homenaje al mejor amigo que se fue, ‘Here Today’, consiguieron una intimidad, una delicadeza, una emoción conmovedora. En cada quiebro, en cada giro, en cada nota acariciada explotaban mil nudos en la garganta. Lo mismo que ocurrió con el recuerdo a George a través de ‘Something’, ‘The long and winding road’ y ‘Let it be’, tres temas que atraviesan el tiempo para presentarse ante nosotros como perfectas piezas de orfebrería pop elegante, cautivador, inolvidables. También hubo lugar para las sorpresas, algunas algo erróneas (‘Temporary Secretary’) y otras recibidas como recompensas inesperadas (‘I’ve just seen a face’). Un paseo por el catálogo McCartney en el que nos encontramos con nuestro lado más infantil (‘All together now’), delirante (qué buena eres, ‘Nineteen hunder and eighty five), soñador (‘Being for the Benedit of Mr. Kite!), rockero (‘Hi, hi, hi’, ‘Back in the U.S.S.R’), heavy (¿cuántos grupos matarían por componer ‘Helter Skelter’?) e inocente (‘Another girl’, ‘Another Day’). Por tener tuvimos hasta invitado sorpresa. Dave Grohl agarró su guitarra y rejuveneció aún más a un McCartney que, a esa altura de los bises, ya confundíamos con el veinteañero que revolucionó el mundo. Ambos elevaron ‘I saw her standing there’, el tema que abría el primer LP de los Beatles, al cielo del rock and roll frenético.

El punto y final llegó, como no podía ser de otro modo, con el tridente final de ‘Abbey Road’, es decir, ‘Golden Slumbers’/’Carry that weight’/’The End’. Una mini ópera pop que comienza con una caricia, continúa convertida en un himno que se transforma en concurso de solos de batería y guitarras y concluye en abrazo. Una cima que, en directo, consigue aumentar todas las sensaciones que provoca cuando se escucha en la soledad de una habitación, en un viaje camino a la playa o en un paseo de otoño.

Y, después, está ‘Hey Jude’. Paul se acercó al piano y, de nuevo, ese consejo. ‘Hey Jude, no lo eches a perder, coge una canción triste y mejórala’. Tan simple, tan cierto, tan necesario. El 02 desapareció, Londres desapareció y nos quedamos Paul y aquel niño que descubrió la música, su música, en el salón de su casa. Los cascos ya no quedan tan grandes, las experiencias vitales se han multiplicado, pero esa canción, esa melodía, sigue provocando las mismas sensaciones que la primera vez. La misma emoción, el mismo poder de hipnosis, la misma sonrisa. La felicidad. Y, cuando termina, la ovación multiplicada por miles de personas que sienten lo mismo que yo. Nos pertenece a todos, y sin embargo, la sentimos como algo profundamente personal. Como si Paul la hubiera escrito para nosotros. Se cumplió la promesa. Siete minutos dentro de un concierto de tres horas que resumen tanto como una vida.

Alberto Frutos

Hey Jude – Paul McCartney