Los días continuaron su curso, implacables y sin ningún tipo de consideración. No nos vamos a sorprender por la rapidez con la que transcurre el tiempo convirtiendo circunstancias insólitas en hechos rutinarios. Pues así fue durante algún tiempo.

Intentaba no salir durante el día, puesto que era algo desagradable que algún curioso notase “aquello”. No quería ser objeto de habladurías ni tampoco ser un mono de feria, ¡que va! Noctámbulo como la noche salía a la calle, con cuerpo de búho, bajo la luz de la luna que era la única que no me angustiaba.

Y llegó el día en el que, tras un largo período de reflexión por parte de mis progenitores, fuimos a buscar la opinión de algún experto en el cuerpo humano. Así que pedimos hora en el Centro de Salud. “¿Qué le sucede?”, “pues…una gripe y fiebre, mucha fiebre”, contestó mi madre dubitativa al pedir cita.

A las 11 de la mañana nos dirigimos los tres a desayunar algo al pueblo. Unas tostadas y café. Durante el camino yo permanecía bajo la sombra de los árboles y pegado a la fachada de los edificios que me resguardaban del fiero Sol que allá arriba estaba más reluciente que nunca. Mi padre me chistó, “no hagas el tonto, ¡hombre!”.

Y una hora más tarde entrábamos en la sala de espera del Centro de Salud. Allí pude oír con los oídos de la mente todo aquel ecosistema denigrante de marujas parlantes, comerciantes ambulantes de chismes y ancianos avispados con ganas de colarse. Una verdadera jungla. Nos sentamos en los únicos tres sitios que había libres y respiramos aquel ambiente febril con olor a lejía y sobaquillo.

“¿Habéis venido por tu hijo?”, “¿qué le ocurre?”, “¡mira que está guapo, tiene tus mismos ojos!”, “¿también ha cogido el virus?”, “¡madre mía, yo que le recordaba pequeñito y rubio está hecho un hombretón!”. Angustiado y sin más sonrisas falsas que poder ofrecer me fui al lavabo a refrescarme un poco y a alejarme de aquel avispero.

Cuando volví sonó mi nombre en seguida, y entramos. Dentro de la consulta había una enfermera con la expresión de un bóxer y una doctora menuda e inexpresiva que, como si fuera un contestador automático, nos invitó a que tomáramos asiento.

“¿Qué le ocurre?”, “pues verá doctora…” y una sonrisa nerviosa a canon de los tres cortó la explicación y nos sumió en un silencio sepulcral. “Verá, esto que le vamos a contar le parecerá en principio una broma, pero le juro que es totalmente real y usted misma lo podrá comprobar”.

Le explicamos lo sucedido durante algunos minutos cediéndonos el testigo cada pocas palabras. Incluso me levanté para hacer el experimento pegado al ventanal que había detrás de la camilla en aquella consulta. Pero la expresión de la doctora no cambió ni lo más mínimo y después de aquella exhibición paranoica dio su veredicto: “¿Y qué quieren que yo haga?, soy médico, no bruja”. Y nos invitó a abandonar la sala.

Ante aquel fracaso nuestra incredulidad era más tonta y más confusa que cuando empezó. Y así, con la cabeza gacha, como peregrinos sin rostro, salimos de aquella selva de la que no obtuvimos ni una receta para el mareo.

Pablo Melgar

 

 

 Icky thump – The White Stripes