a mis compañeros de terracica, que son mi familia

Llueven porros como flechas desde la terracica. Aquí arriba todo está quieto y en movimiento, al mismo tiempo. Trozos de carbón por el suelo, delante de una barbacoa llena de cenizas. Cenizas que se prenden, de nuevo cuando quieren, para estallar en un fuego de carne. Macetas en un rincón muy cuqui pero que tienen un descanso de jungla. Lo verde crece salvaje por todas partes, como en el aire. La tierra se mezcla con el carbón negro del suelo. El suelo lleno de cicatrices de vino, de fuego; y alguna que otra herida abierta. Es tostado pero quiere ser negro, como Sergio. Un sillón de salón, exiliado. No sería muy cómodo o la tela sería demasiado fea para merecer un cuidado mayor. Ahora se moja, de vez en cuando.

Delante de mí, las zapatillas de Alfonso. Parece como si necesitaran un descanso ya. Felice ordenó lavarlas pero creo que, aún así, mantendrán siempre su esencia. Alfonso dice que las mantas del salón huelen a pies por culpa de estas zapatillas. “A mí no me huelen los pies. Mira, tienen costra.” Seguirán aquí mucho tiempo, apuesto.

Detrás, hay una bolsa con litros vacíos después del orgasmo, limpios y muertos descansan el uno sobre el otro. Alguien vendrá a por ellos para tirarlos, no voy a ser yo. A mi derecha, está Irene. Está cabreada porque ha perdido sus gafas. Y a su derecha, está Giorgia desanudándose las puntas del pelo. Quiere estar perfecta. Ahora anota cosas que ve en el ordenador, en una libreta. Lo es.

Aparte de su ordenador, la mesa es un ecosistema propio. A la izquierda, un bote de Manitou de 100 gramos en el que se guarda marihuana. Un vaso de cristal vacío con tatuajes de vino. Mi paquete de Pueblo abierto al sol. Un termómetro. Un mechero. Un bolígrafo en el que pone “Bar Sport”, dice Ángela qué contradicción. Varios huesos de níspero alrededor de un aro ahuevado que alguna vez fue pendiente. Un vaso pequeño con inscripciones árabes en dorado y en el que bebemos café. Todos. La cabeza de una cachimba envuelta en papel de aluminio. Un paquete de Camel. Y las cosas de Giorgia, todas perfectamente dispuestas y relucientes. También hay un grinder, un mechero e Irene, que ya no está cabreada gracias a un poema de Walt Whitman.

Desde aquí, escucho la música que proviene del cuarto de Alfonso. Se ha hecho un nuevo tema o, al menos, amenazó con hacerlo tras tirar un cigarro con dos dedos por la ventana de la cocina y mirarme fijamente a los ojos con decisión. Con él estará Donato, con un porro en la mano y dando su opinión musical de Maestro, con movimientos de cabeza. Me asomo y asiente con la cabeza. Esta noche lo subirán al Soundcloud.

Hay un tráfico de cojones hoy en la calle. Creo que ha habido un accidente ahí afuera, un tapacubos rodaba por el asfalto. Los autobuses pitan, los rostros tienen hambre. Noto cómo se dejan caer sobre la inercia de la cuesta. Desde la puerta de mi casa levantan el pie del acelerador y se atreven a rodar por el aroma de zumo de naranja. Esto es lo que sucede también al otro lado de la puerta, tú entras y no te preocupas por nada más. Solo por seguir rodando sin necesidad de acelerador.

En todo el rato que ha pasado entre la primera letra y el comienzo de este párrafo, no ha sucedido absolutamente nada. Nadie se ha dirigido a mí, mas que para decirme: “¡Es que leo a Walt Whitman y uh…!” Y nadie se ha movido de su posición, mas que para decir: “¡uy!” Este lápiz no pinta más pero yo les tiro la chusta a los de ahí afuera para ver si se les pega algo de esta terraza, joder, y dejan de dar por culo. Que aquí estamos viviendo.

Pablo Melgar Salas

terracica – tazmanya