Lee primero el Capítulo I.
“¿Estás ahí?” ¿Estás bien?” “¿Estás vivo?” Y allí seguía, bien y vivo; leyendo la retahíla de mensajes que habían aparecido, de repente, en mi teléfono móvil. En cuestión de unos minutos me había convertido en el protagonista de una historia que aún no entendía en absoluto. Contestaba a los mensajes con una preocupación fingida y aún ni siquiera se me habían quitado las ganas de seguir bebiendo cerveza. Así que, de vez en cuando, volvía a coger otra lata con la culpabilidad de un hipócrita pues, aunque no tuviera nada que celebrar, quería bebérmela.
La habitación de Alessio ahora era un búnker de guerra, aunque no lo pareciese, y teníamos víveres suficientes para aguantar toda la noche: cerveza, pasta y ganchitos. Las noticias pintaban una imagen de guerra en las calles de París. La oscuridad se fundía con el azul y el rojo de los coches de policía en los planos que nos ofrecían las noticias en Internet. Además, el “C’est une horreur” del Presidente Hollande no era ninguna ficción. Eran esos golpes de realidad los que llenaban de un silencio sepulcral la habitación cada varios minutos. Sin embargo, el terror siempre se desvanecía con alguna que otra broma nerviosa y de mal gusto.
– Las ex novias solamente se acuerdan de uno en los cumpleaños y en los ataques terroristas.
Me sentía sucio pero tenía gracia y me reí. Me reí mucho, mientras todavía los rehenes esperaban asustados a que la policía irrumpiera en Le Bataclan y salvara sus vidas. Pero yo aún no era consciente de aquello y si lo era, tampoco era capaz de sentirlo como se suponía que debía. Días más tarde leí algún que otro testimonio de supervivientes que aseguraban haber pensado, en un primer momento, cuando escucharon disparos dentro de la sala, que todo era parte del espectáculo del concierto. ¿Qué iba a sentir yo entonces, si estaba a kilómetros de distancia de aquella sala?
-Me está escribiendo gente que hace años que no se de ella.
-Algunos, de verdad, están preocupados. Se nota. Pero, ¿no creéis que otros se interesan solamente por el morbo?
-En estos momentos suele haber muchos turistas del dolor-dijo Alessio, con una solemnidad que cortó nuestro aliento.
-Recuerdo haber sentido la misma insensibilidad en cada uno de los capítulos que han cambiado mi vida de un hachazo-interrumpí la mudez del momento, para intentar estar a la altura de aquellas palabras que se grabarían en mi cabeza para siempre.
Después de aquella conversación volvimos a un silencio real, aderezado con el ruido de las sirenas que salían desde la pantalla del ordenador y con el aviso de cada nuevo WhatsApp que llegaba a nuestros móviles. Algunos eran mensajes de preocupación y otros de información, pues mis amigos sabían mucho mejor que yo lo que estaba pasando. Mis enviados especiales en Murcia me decían que ya no había más disparos en París. De esa forma, los tres estábamos inmersos en la virtualidad de esas pequeñas pantallas hipnotizadoras.
-Me siento, incluso, un fraude: un falso mártir. No he visto nada-dije.
-¿Quieres otra cerveza?
-Claro, ¡trae!
No se cuántas horas pasaron ni cuántas veces más le dimos vueltas a lo mismo, interrumpiendo siempre la dignidad del momento con humor negro. Pero, de repente, me vi a mí mismo superando una cabezada con un capítulo de American Horror Story de fondo. Me dolía la cabeza, no quedaba ni una sola cerveza en la nevera y los tres bostezábamos cada vez más.
-Nos tendremos que apretar pero tú hoy no vuelves a casa-me dijo Alessio, mientras me daba un pantalón gris de chándal para que estuviese más cómodo.
Metí mis lentillas en dos chapas de las cervezas que nos habíamos bebido durante el horror y las llené con el líquido que había pedido prestado a Emanuele. No había habido ni Grands Boulevards ni música electrónica y nunca me hubiese imaginado dentro en una cama estrecha con un italiano de metro noventa al final de la noche del viernes. Sin duda, ya no éramos unos desconocidos, pues jamás olvidaremos aquella noche. Y no me refiero a lo que pasó en aquella cama; pues el mareo de las cervezas, mi cabeza dándole vueltas a un posible titular y la falta de espacio entre las sábanas, hicieron del sueño un delirio. Apenas pude dormir unas cuatro o cinco horas, hasta que el efecto narcótico del alcohol cesó.
Todo me daba vueltas y ya no podía seguir pretendiendo que dormía, así que me levanté. Me lavé la cara para limpiarme la resaca de los ojos, rescaté mis lentillas de aquellas chapas y me reí por lo patético de aquella estampa. Aunque antes de diluir la postal para siempre, sin saber por qué, le hice una foto. Quizás fuera por la parte cómica de la situación o por la enorme violencia que sentí ante esos picos metálicos sobresalientes de la hojalata clavándose en mis ojos. No se por qué, pero aquel es mi único testimonio físico de lo vivido durante el terror. Volví y me senté en el silencio de aquella habitación a oscuras durante horas. Perdí la noción del tiempo, mientras apuraba la batería de mi móvil para leer las noticias y los mensajes que no me había dado tiempo a responder. Fue la primera vez que sentí un miedo veraz, pues no solo me había tenido que quedar a pasar la noche fuera de mi casa sino que tampoco podía volver a ella durante el día. Las crónicas matinales, mi madre rogándome, por favor, que no volviera a casa si no era en taxi, y mis amigos recordándome que el Gobierno había recomendado no salir a la calle durante todo el día; me hacían sentir una enorme inseguridad.
Cuando Alessio se despertó y puso las noticias en el ordenador, ni mucho menos nos tranquilizó todo aquello que escuchamos. La latosa repetición de que todavía había terroristas sueltos por las calles de París era una constante y la colección de planos de calles vacías y personas saltando por las ventanas traseras de la sala de conciertos Le Bataclan entre el ruido de los disparos, traían a nuestra ciudad aquellos episodios que cada día vemos en la televisión con la insensibilidad de un lector de libros de terror.
-Yo como pasta todos los días en Italia-me dijo Alessio sirviéndome, de nuevo, un plato de espagueti al pesto.
Había abierto la ventana y observaba el horizonte en blanco y negro de aquel día oscuro. Pues aquella tarde el cielo estaba especialmente encapotado. Pensé que aquella forma en que las nubes fruncían el ceño no debía corresponder a ninguna casualidad, ya que se mascaba una cierta tirantez en el aire. El viento cortante me rajaba la frente y no era capaz de atisbar ni un alma entre todas aquellas callejuelas del Campus de la Universidad. Habían suspendido todas las clases del sábado y no podías escuchar ni un solo ruido que no proviniese del crujir de los nubarrones, ante la lluvia inminente. No quería tener que coger el tren y el metro para volver a casa y mucho menos volver a cruzar Saint Denis. Me imaginaba la ciudad, siempre ruidosa y quejumbrosa, sumida en un absoluto silencio y esperándome para que la cruzase. Solamente el olor a piñones fritos en aceite de oliva, con el ajo y la albahaca de la salsa pesto me devolvían de aquel desfallecimiento de paranoia y sueño. Inspiré muy fuerte el olor de la vida y me di la vuelta para sentarme en la mesa.
-¡Que aproveche!
Pablo Melgar
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Pain – Three Days Grace
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La virtualidad del horror. Capítulo III
La virtualidad del horror. Capítulo I – Kilometr0
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