Al principio, me contaron el horror en el que estaba. No es verdad que tuviera que correr a resguardarme en cualquier portal para escapar de las bombas ni que los disparos me obligaran a agacharme para no perder la vida. No escuché sirenas ni gritos por las calles de París durante la noche del viernes 13 de noviembre de 2015. Tampoco temí nunca por mi integridad física ni vi a la muerte de frente. Solo el azar alejó de mí los disparos y las bombas de la misma forma en que los acercó a mí. Lo cierto es que estaba de botellón cuando todo sucedió.

Aquella noche había quedado para cenar con unos amigos en una residencia universitaria a las afueras de París, en un pequeño pueblo a tres paradas de tranvía de Saint Denis, llamado Villetaneuse. Voy allí cada día a dar clase en la Universidad Paris XIII pero era la primera vez que tenía que cruzar el barrio de Saint Denis de noche, lo que he de reconocer que me incomodaba un poco.

Salí de mi casa con la hora pegada, como de costumbre, y caminé hasta el 10º arrondisement para coger el tren en la Gare du Nord. Como llegaba tarde a la cita con mis amigos, iba inventándome una excusa por WhatsApp cuando me pasé la calle que trazaba el único camino que conozco para ir a la estación. Así que di algún que otro rodeo por una zona del mapa que apareció nueva ante mí, de la misma forma en que sucede en los videojuegos, e incluso me di de bruces con una enorme iglesia que coronaba una de las circunvalaciones más concurridas en el norte de París durante cualquier viernes por la tarde. Me paré un minuto a observar esa luz tenue y amarilla de sus focos que le otorgaban un aura solemne al monumento y por sus puertas la ciudad respiraba su rutinario hálito de ruido. Éste es el mayor lujo de vivir aquí, convivir con esos añejos monumentos que en cualquier otra ciudad serían el punto de peregrinación turística y que aquí tan solo son un lugar de encuentro más que ni siquiera sabes de su existencia hasta que un buen día pierdes los pasos y aparece ante ti por sorpresa. Apunté su nombre para volver tranquilamente en otro momento: Èglise Saint Vincent de Paul.

Ya en la Gare du Nord activé el modo automático que me lleva todas las mañanas a la Universidad y me subí, sin pensar, al cercanías H para ir hasta Saint Denis. Una vez allí me sentí algo intranquilo, pues como dije antes, era la primera vez que tenía que cruzar los suburbios durante la noche. Saint Denis es (¿cómo explicar esto sin utilizar ningún cliché racista?, ¿veis mi inseguridad occidental?) un acontecimiento sociológico muy curioso, ya que es una comuna residencial a las faldas de París habitada, en gran parte, por inmigrantes de las antiguas colonias francesas en África y Asia. Para un blanquito de clase media que ha vivido toda su vida en Murcia, la primera vez que espera veinte minutos allí a la llegada del tranvía es toda una experiencia. Pero la multiculturalidad de esta ciudad es también un regalo a valorar, pues es un gran ejercicio para desprenderse de todo prejuicio occidental con el que te has educado desde niño y conforme convives con ello ves que no solo es una circunstancia inocua sino que, además, es enriquecedora. Aunque es mejor no andar solo de madrugada por esas calles.

Perdido en mis reflexiones, esperaba intranquilo la llegada del tranvía en esa estación que podría estar perfectamente en Beirut, Casablanca o Nairobi. En la plaza de la Gare St. Denis podía observar a mujeres asando maíz y pinchitos morunos en carros de la compra, impregnando la explanada de un fuerte olor a zorrera. Entre aquella humareda, había numerosos vendedores ambulantes al grito de ¡Marlboro-Marlboro!, entre saludos de hermandad que me hacían espectador de una escena familiar a la que no estaba invitado. Además, un viernes por la noche podías ver a gente de todo tipo yendo y viniendo de un lado para otro, hablando en una esquina, entrando en la estación o esperando, como yo, al tranvía que les llevara a alguna parte. Detrás, iluminada y colosal, la basílica de Saint Denis parecía abrazar toda esta imagen de contrastes que tenía ante mí. Allí, en el gueto más grande de la villa de París descansan los restos de la mayoría de los reyes de Francia. ¿Qué diría el Rey Sol si levantara la cabeza y cruzara la calle para coger el metro? Posiblemente, echaría de menos la opulenta Versalles en la que pasó sus días de lujo y despilfarro que afilaron esa guillotina que dejó sin cabeza a su nieto Luis XVI.

El tranvía llegó y nada malo me ocurrió en Saint Denis, incluso una mujer entonó el “Merci, Monsieur” más entrañable y sincero de cuantos he escuchado, cuando le cedí el paso a la salida del tranvía. Muy diferente del “Pardon” hipócrita de metro y escalera que predica el parisino de pro en el centro de su ciudad cuando se cruza contigo. De esa forma llegué a Villetaneuse, frotándome las manos por la gran noche que me esperaba. Beberíamos cerveza sin prisas, comeríamos pasta a la carbonara que mi amigo Alessio prepararía con su exquisito estómago napolitano y bajaríamos a Grands Boulevard para bailar música electrónica hasta el amanecer. Con tal propósito, el plan no se desvió del primer punto del día porque no faltaron las cervezas baratas en una típica noche de viernes de cualquier estudiante del mundo. Entre risas, confesiones y música en el Youtube caían las latas de cerveza una tras otra.

-Deberíamos ir cenando, ¿no? Porque igual se nos hace un poco tarde para entrar-dijo alguien.

Y fue cuando Alessio se iba a levantar para poner a cocer la pasta cuando Emanuele leyó el primero de los mensajes en el grupo de WhatsApp de los Erasmus de Paris XIII que lo cambiarían todo.

-Dicen por aquí que es mejor no salir esta noche…

-¿Y eso?-preguntamos.

-No sé, dicen que ha habido un altercado aquí al lado en el Stade de France. Una pelea entre alemanes y franceses, supongo, porque está jugando la Selección Francesa contra la Alemana en un amistoso.

-Pero bueno, no creo que sea tan grave como para que no podamos ir a París, ¿no?

Una pequeña disputa entre aficiones no nos iba a arruinar la noche y todo siguió su curso de cervezas, canciones e intercambio de capítulos de nuestras vidas como amigos íntimos y desconocidos que somos, sin más preocupación que la hora en la que cierra el metro. La cerveza comenzaba a subirse a la cabeza y la frecuencia de las risas crecía conforme gastábamos una lata más.

-Dicen por el grupo que ha habido explosiones en el Stade de France.

-¡No me jodas!

Alarmado, cogí el móvil para leer por mí mismo aquellos mensajes alarmistas o, mejor, alguna noticia que me explicara lo que estaba pasando realmente. Pues era bastante escéptico ante el mayor teléfono roto inventado nunca: el WhatsApp. Pero cuando me eché la mano al bolsillo y encendí el móvil, lo único que pude ver fueron las cinco llamadas perdidas de mi padre y tantos mensajes que me marearon por un instante. No entendía absolutamente nada de lo que estaba pasando. Allí, en esa habitación donde no podías escuchar nada más allá del ruido de los grillos cuando asomabas la cabeza por la ventana, me encontraba de repente en un verdadero peligro.

-¿Qué ha pasado, tío? Tengo cinco llamadas perdidas de mi padre. ¡Métete en Internet!

Llamé a mi padre lo antes posible para tranquilizarle. Y fue mi padre, desde Santiago de la Ribera, Murcia, quien me contó que había habido varios ataques terroristas de forma simultánea por las calles de París. Uno en el Stade de France, en el mismo barrio donde yo me había desecho de mis temores occidentales una hora antes y donde acababa de explotar una bomba portada por un kamikaze. Otro en la sala de conciertos Le Bataclan (en Oberkampf), a tres paradas de metro de donde pensábamos ir de fiesta aquella noche y donde en ese momento había rehenes. Y como si fuera poco, habían tenido lugar varios tiroteos en los distritos 10 y 11 de la ciudad.

Estaba mucho más alterado que yo, las primeras noticias le habrían hecho pensar lo peor. Seguramente se habría imaginado cómo yo podría haber estado tomándome una cerveza tranquilamente en una terraza cualquiera en el momento justo en el que un loco con una Kalashnikov lo pintó todo del color de las pesadillas. Es posible que también me hiciera dando botes en un concierto, mientras varios desalmados tomaban a cientos de rehenes en contra de su voluntad para luego matarlos. O, incluso, en el Estadio de Francia donde podría haber estado disfrutando de un partidazo del mejor fútbol. Lo cierto es que estaba de botellón cuando todo eso me sucedió en la cabeza de mi padre. Mi padre fue el primero en contarme el horror en el que estaba.

-¡¿Dónde estás?! ¡¿Estás bien?!

-Sí…¿por qué?

Pablo Melgar

Sigue leyendo el Capítulo II.

The Horror – RJD2