En un mediodía de pereza y hambruna, me debatía entre las prioridades del momento. “¿Qué puede más?”, me preguntaba. Hacer la comida, ensuciar, freír, lavar y, sobre todo, comer. Quedarme embrujado entre el pelaje de mi manta roja, lleno de calorcito, relajación y, sobre todo, haciendo nada (¡qué placer más personal!). Así que decidí satisfacer mis necesidades de una forma en la que sufrieran ambas lo menos posible en su realización: ¡comida preparada!, el asadero de pollos de la esquina.

Me enfundé un jersey y unos vaqueros sobre el pijama, una bufanda gorda y una boina gris. Y salí a la calle a respirar el éter helado de ese mediodía. Había llegado el invierno esa misma mañana, como una bofetada inesperada que te marca la nariz de un resplandor rojo. Remonté la cuesta de mi calle y me integré en el siguiente escalón con civilización andante. Entré y saludé al dueño, mientras me calentaba con el aliento que desprenden las patatas al freírse.

-¡Hola, jefe!- saludé.

-¿Qué tal?, ya hemos cambiado de uniforme, ¿eh?.

Entonces recordé haber ido hace apenas una semana en las mismas circunstancias de hambruna perezosa, pero en pantalón corto.

-¡No veas qué mal lo he pasado esta mañana!- exclamé, helado- yo que vengo de Murcia, ¡qué mal lo paso el primer mes de invierno!

-¡Uuuuh…!, ¿es tu primer año?

-No, el segundo, pero nunca se acostumbra uno a Noviembre.

-Pues el año pasado no hizo frío de verdad. Recuerdo hace tres años, que yo hacía churros por las mañanas, ¿sabes? Y llegó el invierno en uno de esos días en los que no gusta madrugar. ¡Nevó en Granada, nevó en el centro! Fue una locura ese día…

-Cierto, yo nunca he visto nevar en el centro…

-Fue uno de esos días en los que a uno le gusta tener a alguien que le caliente, ¿verdad?

Reí, recordando la soledad de mi almohada.

-En los últimos diez años de mi vida solo he estado lejos de mi mujer durante diez días. Ella se fue a ver a su hermana, ¿sabes?, y los primeros días fue una gozada “estar de Rodríguez”, macho. Porque las mujeres la mayoría del tiempo nos sacan de quicio. Que si mandado, que si pidiendo, que si quejándose…y más yo que la tengo aquí en la cocina todo el día. Así que aproveché para irme de cervezas con los colegas, sin hora, sin preocupaciones…pero cuando llegaba a casa, macho, ¡cómo la echaba de menos cuando llegaba a casa! No sabía qué hacer sin ella…¡y en esa cama tan grande para mí solo! Con todo lo que me cabrea todos los días y lo que aprendí a valorarla. Desde entonces no me separo de ella. Bueno…¡aquí tienes!, son 4 euros- terminó con una normalidad de otro mundo, tras haberme entregado y firmado uno de los sentimientos más sinceros y pasionales de su vida.

-¡No podemos vivir sin ellas, jefe! Muchas gracias- dije, sin agradecerle solo por la comida.

“Este es uno de esos momentos entrañables de la vida”, me fui pensando. Entonces recordé lo frías que están las sábanas últimamente y en el aura melancólica que me acompaña en estos días de invierno en los que su presencia es más palpable que nunca, ¡y más transparente! “¡Ayyyyy!”, suspiraba…hasta que abrí aquellas patatas fritas y el pollo empanado, y guardé esos pensamientos en el cajón de las cosas que merecen ser recordadas y me convertí en animal. ¡Ñam!

 

A la mañana siguiente no aplacó el frío y la bofetada se convirtió en un puñetazo que me volvió a colorear la nariz de un rojo infierno. Subí la cuesta de la facultad luchando contra la gravedad y llegué a clase con la sensación de haber tenido que matar un león para llegar hasta allí. Y comenzó la clase…

 

-Ya en el siglo I a. C., Catulo hablaba del amor en estos términos: “Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris. Nescio, sed fieri sentio et excrucior” (Odio y amo. Quizás te preguntes por qué hago esto. No lo sé, pero siento que así ocurre y me torturo). Una idea tan viva en la literatura contemporánea que pone de manifiesto la importancia de la tradición clásica en todo lo que ha venido después. ¡La tradición clásica está más viva que nunca!- sentenció.

 

Y aquello me hizo recordar al “jefe” del asadero de pollo y a ese amor que le profesa a su mujer, aunque le sacara de quicio cada día del año.

 

-¿Qué es la literatura?- seguía la clase…

 

“Buena pregunta”, pensé. “¿Hay literatura en los sentimientos del “jefe”?”, pensé también. “En un principio no”…a pesar de su ternura y sinceridad, y de que carezca de estilo narrativo y no tenga el oficio o la costumbre de eso que llamamos escribir. “¿Pero por qué no?”, me parecían tan entrañables los sentimientos que repartía junto a sus pollos asados, que me sentí en deuda con él por habérmelos regalado. Así que decidí, con toda la humildad de un aprendiz, convertirlos en literatura. Y, ¿qué es la literatura? Qué se yo…si yo lo único que hago es compartir lo que siento, tal y como ese hombre de barrio hace cada vez que habla como si te conociese desde siempre mientras te vende un pollo.

 

Pablo Melgar

 

Si toi aussi tu m’abandonnes – Alain Romans