¿Para qué remar si el río es impenetrable? ¿Para qué luchar si la corriente acabará por llevarnos corriente abajo con la violencia del agua enfurecida, arrebatándonos el control y ahogándonos para siempre? Antes incluso de coger el remo y mirar el cauce imposible uno ya sabe cuál es la desembocadura.

Al escuchar noticias como ésta se me caen los porqués del bolsillo y el viento los hace volar cuando me agacho a recogerlos, entonces la brisa de la tarde trae el otoño de vuelta y me lanza hojas marchitas a la cara. Una arenilla se me mete en los ojos y las lágrimas se escurren por mis pestañas debido al escozor físico al que me somete el día.

Es por eso que me veo obligado a mendigar razones y me siento en cualquier esquina con un cartón en el que he escrito: “¿alguien puede explicarme por qué?” El primero en parar es otro mendigo que al ver mi nueva forma de mendicidad se extraña y me da, sin saber por qué, algo mejor que un euro: un abrazo. Al juntar su pecho contra el mío puedo percibir ese olor que lleva envejeciendo con él durante algún tiempo, pero cuando se desprende del abrazo me toca con los ojos de una gran persona.

El viento de la tarde sigue golpeándome y hace incluso algo de frío. Se acerca una mujer que acaba de salir de la carnicería. Lleva tres bolsas llenas de tripas de animal descuartizado. Entonces me tira una moneda sin mirarme. Yo le contesto que no la quiero, que si es tan amable podría regalarme alguna razón. Así pues, se agacha y me mira con una sonrisa forzada. De su cuello se desprende un tufo a perfume caro que me empalaga las fosas nasales y en su mirada no leo nada. Me dice: “las razones son las que Dios nos da”. Le devuelvo su euro y no le contesto.

Después de muchas horas ahí sentado nadie se dirigió más a mí. Nadie tenía buenas razones para hacerlo o simplemente no les importaba. El mendigo de la acera de enfrente, sin embargo, había hecho alguna fortuna esa tarde. Su gorra estaba llena de monedas y esa noche podría comerse un buen bocadillo de lomo con mayonesa. Al parecer es más fácil dar monedas y sentirse bien sin pensar, que ahondar en los motivos que nos mueven.

La noche era cerrada y yo seguía allí donde no había ya nadie más al que pedir, así que decidí levantarme. Fue en ese momento cuando llegó un hombre de mediana edad, con el pelo negro azabache y alborotado, con una guitarra al hombro y unas sandalias. Se sentó a mi lado y empezó a pensar con los dedos. Su inteligencia estaba allí, él hablaba con las manos y sonreía cuando llegaba a magníficas conclusiones. Había en su cara una media sonrisa de satisfacción que no se le iba de la cara. No tenía ni cartón ni gorra pero dominaba los arpegios como si de contar se tratase.

A la mirada humana era solo una mano pero las ondas sonoras se multiplicaban en el aire haciéndome creer que había tres guitarristas allí, pintando el mar Mediterráneo en plena ciudad. El frío se fue y sentí que estaba en casa, en el mar. Hablaba del sur y de su color averanado. Me llevó de concierto y me presentó a un montón de niños que aprendían a tocar frente a la playa, y en sus bañadores y camisas floreadas se reían mientras buscaban el Re en el mástil de sus guitarras. Todo terminó en aplausos.

Paró de tocar un tiempo después, para darle un trago al botellín de agua que tenía entre las piernas. Yo estaba paralizado y mi admiración por él le hacía enorme a mi vista. Él miraba con un cariño paternal especial a su guitarra y la mimaba de las gotas de sudor que le caían de la frente y mojaban la madera pulida.

Le pregunté: “¿por qué?”. Me dijo: “¿te ha gustado?” Respondí: “me has hecho sentir en casa”. Concluyó: “ahí tienes tu respuesta”, y siguió tocando con su sonrisa de agrado por enseñar, por las cosas bien hechas, por la buena música.

Pablo Melgar

Desde aquí mi humilde reconocimiento a un gran maestro que consiguió hacer dar un concierto de guitarra a alguien que no sabía tocar. Gracias por tu música.

Romance de la pescatera – Antonio Martínez Cánovas & amigos