Una de las imágenes que la vejez desprende en los últimos años de la vida de las personas es la fe en los recuerdos, en aquellos videos y trozos de papel que generan sonrisas en aquellos que algún día contribuyeron a su creación. Cajones con olor a serrín añoso, recortes de rostros y listas de personas que garanticen un hueco en la memoria para siempre. Yo, afortunadamente todavía no he llegado a viejo y estoy en esa fase de crear recuerdos que algún día serán mi razón de vivir.

Aún así, los momentos suceden bajo la batuta del tiempo que nunca perdona y hay algunos que se esfuman como lo hacen los castillos de arena ante el soplido del viento del atardecer, cuando el Sol se echa a dormir. Nunca más volverán de aquella forma en que los recordamos, con sus olores, sus tonalidades, su iluminación y las expresiones de aquellas miradas que se cruzaron con la tuya para no borrarse jamás de ti.

Hoy día hace ya un mes que ocurrió y mi sonrisa aún está abierta. Todavía tengo la bolsa intacta con la ropa que llevé de previsión para aquel día de playa y no he tenido el valor de deshacerla. En el momento en que lo haga será una ilusión avocada a vivir en mi mente por siempre, deshecha de elementos tangibles que la hagan presente.

Fue un día magnífico, el viento empujaba las olas del Mar Mediterráneo en la playa de Calblanque y la arena amarillenta se pegaba a las plantas de nuestros pies blancos. Llevábamos comida para hacer una merienda playera con alitas de pollo, ensaladilla rusa, patatas con ajo y una variedad de frutas y bebidas para refrescar nuestro cuerpo y risa. Nos bañamos, carcajeamos, sudamos con el Sol caliente del mes de Mayo en la costa murciana y respiramos el aire salado del mar. Recorrimos el paisaje juntos, como grandes amigos y compartimos un momento de los que hacen que la vida tenga sentido.

Desde entonces no puedo dejar de mirar las fotos y rememorar en mi cabeza los acontecimientos de aquel día en el que fuimos felices juntos y me siento como aquel anciano que sorbe las lágrimas que le caen hasta la boca mientras recuerda. Y cuando la melancolía se hace insostenible me levanto de mi asiento y recorro las habitaciones vacías de una casa que albergó alegría entre sus paredes. Ya no hay nadie pero aún escucho las voces que rezumaban un acento diferente del nuestro pero que acabaron siendo las más familiares para nuestros oídos.

Estoy seguro de que perdurarán de forma imperecedera y que los segunderos no podrán borrar de este hogar los abrazos y la complicidad que un día tuvieron lugar en ellas. Los futuros moradores de estos bloques de cemento de vez en cuando sentirán la presencia de aquellas pieles nórdicas ardiendo bajo el Sol de la capital murciana cuando se asomen a la terraza del edificio de la Calle Vinader. El hambre llamará a sus estómagos periódicamente pues las sartenes que algún día exhumaron el aroma del sofrito impregnarán para siempre el aire de los corredores y pasillos. Podrán llorar palabras que aún dan vueltas en las ventanas al mundo que algún bolígrafo usó con tinta para plasmar un sentimiento. Y vivirán en nuestro hogar, en aquel en el que fuimos tan felices y tanto nos quisimos.

No creo que me haga falta volver y descuartizar el apartamento para guardar trozos que queden por siempre en mi cajón de momentos pasados, vosotros ya sois parte de mí.

Pablo Melgar

 

 At home – Crystal Fighters