Entre todas las habitaciones, entre todas las paredes, entre todo el espacio de esta enorme casa me encontraba recluido en la soledad de mi lecho. Entre estos cuatro tabiques construí mi atmósfera confortable, intentando no pensar en lo que surgía allí fuera. ¿Por qué no era autosuficiente mi zulo en forma de alcoba? Necesitaba salir de vez en cuando para reponer mis energías, para saciar esa necesidad de alimentarme que aunque algo dañada por la situación era ineludible. Aquí dentro todo era acogedor. La luz tenue del candil proyectaba en la pared la sombra de un hombre sosteniendo un libro con la silueta de una holgada nariz. La mía. Pero no sólo era adecuado el nivel de iluminación del retablo sino la espumosidad del catre en el que podía observar cómo mis piernas se hundían en aquel burbujeante edredón a cuadros recubierto con sábanas color caoba. Las manos me olían a una mandarina que acababa de saborear y desmenuzar con mis propios dedos. De vez en cuando acercaba el pulgar a mis fosas nasales y el aroma a cítrico me evocaba canela y piel de naranja quemada. Recuerdos no tan vagos se exhibían en mi mente, alusiones a épocas pasadas donde un maestro de escuela quemaba todas las mañanas un pedazo de piel de naranja en una esquina de la clase antes de dar su lección. Me hacía sentir bien, por un momento dejaba de pensar en los portazos que sonaban por toda la casa, al otro lado de mi puerta.

Por un momento creí escuchar el taconeo de unas botas y el siseo de una gabardina arrastrada contra el suelo. Mi pulso se disparó. Aquel hombre seguramente entró por la terraza y franqueó nuestra débil e ilusa muralla en la que un diminuto pestillo hacía de guardián. Recorría habitación por habitación cerrando y abriendo puertas, buscando algo. O a alguien. Afligido agarré con fuerza mi libro y gasté el aroma a mandarina y todos mis dichosos recuerdos de la infancia. No podía ser verdad. Sólo podía pensar en el fin, aquel verdugo abriría por fin mi puerta y trincharía mi corazón urgente con una simple mirada.

Era inevitable, pero los ruidos cesaron. El viento, tal vez. O la astucia del asesino ganándose mi confianza, puede ser. Lo único que se es que tragué saliva tan fuerte como pude y bajé de la cama. Caminé lentamente hasta girar el picaporte y abrí mi puerta de forma brusca. En estado de alerta examiné el estado del paisaje. Todo en paz, vacío y una puerta golpeándose a causa del viento entrante por la ventana. Al acabar todas mis existencias de valentía cerré la puerta, volví corriendo a la cama y volví a mi libro. Falsa alarma.

Aparentemente todo había acabado y el sentimiento de fin había quedado aparcado por el de la historia en que me veía sumergido entre letras. Y mi garganta se secó, ¡en qué momento! Salí del zulo totalmente despreocupado camino de saciar mi sed. El camino a la cocina transcurrió en ecos. En las pisadas de aquel hombre que había jugado con mi tranquilidad esperando el momento oportuno. Mil ojos por todas partes incendiaban los pelos de mi cuerpo, la piel se endurecía. Los muebles me observaban y yo miraba a todas partes cual lunático en estado de shock. De un trago sacié mi sed y dañé mi esófago en su elongación. Después volví a mi cuarto dejando tras de mí todas las luces de la casa encendidas, matando cualquier atisbo de oscuridad que pudiera confundirme.

Reanudé la lectura. Cogí el libro con mis temblorosas manos y me forcé a olvidar, a evadirme en tinta. Mi mente recorrió las letras de cada una de las líneas de diez páginas consecutivas, pero no procesó ninguna. Mis pensamientos estaban en otra parte. En aquel hombre que merodeaba y se escondía en algún rincón de mi enorme hogar, de mi solitario hogar. En los portazos de la habitación deshabitada al otro lado del pasillo. El siseo del viento se convirtió en un chirrido agudo casi insoportable y el marco iba a desencajarse de la pared. No podría conciliar el sueño con panorama semejante, ni yo ni nadie con estómago y oído. Salté de la cama y corrí a hacerlo lo antes posible antes de haberme arrepentido. ¡Había que hacerlo! Entré y ahora la puerta se mecía lentamente de un lado hacia otro, retándome. Y el viento entraba en la habitación por la ventana entreabierta como en una olla a presión. La entrada estaba entornada y una figura oscura yacía sobre el colchón. Sentí como si me apretaran una corbata hasta que la nuez de mi cuello se partiera en dos. ¡¿Qué había ahí?! Tragué y con el vello de punta alargué mi mano e hice el acto más insensato de mi vida: ver qué era. Una bolsa llena de edredones casi acaban conmigo y con mis pulmones.

Me sentía estúpido llevaba toda la noche en una pesadilla real. No tenía edad para esas tonterías. Debería estar en mi cama tranquilo leyendo mi libro y haciendo tiempo para que el sueño se acostara conmigo. Al día siguiente tenía tantas cosas que hacer y yo destartalando el piso. Las puertas abiertas, las luces encendidas, las botas encima de la mesa y un montón de cosas por el suelo que había tirado en mis carreras hacia a mi habitación. Menos mal que estaba solo y nadie había visto tal situación. Avergonzado volví a mi dormitorio, abrí las sábanas y me metí. ¡QUÉ PÉRDIDA DE TIEMPO!

Ya tranquilo, apagué la luz y relajé todos mis músculos, agotado. Habían sido momentos de muchos nervios a pesar de todo, como cuando era niño y veía intrusos por todas partes. Respiré y respiré, hasta que mis ojos se cerraron lentamente y las primeras imágenes de un sueño comenzaban a germinar. Al día siguiente pasearía por la ciudad a la tímida luz de un día nublado y respiraría los restos de lluvia de la noche anterior. Me encantan los días nublados. Espera un momento, ¡yo no tengo botas!

 Pablo Melgar