La calle duerme, pero yo no. La madrugada de Londres es fría, hay niebla, sólo los repartidores y los madrugadores son valientes para olvidarse del hielo, ese que se te mete en fragmentos microscópicos cuando respiras y recorre tu cuerpo hasta clavarse en tu espalda. El vaho de mi aliento empaña los cristales de la ventana, desde la cual miro atónito cualquier movimiento del mundo exterior. Se cuela por mi pupila el humo del cigarro, entristeciendo mis ojos suspensos en el aire. El calefactor quema mis piernas. Mis poros están abiertos y por ellos nacen pequeñas gotas de sudor que reptan con sosiego por mi tez. Seco el sudor de mi frente con un pañuelo y vuelvo a darle otra calada al último cigarro que me queda. He fumado más de la cuenta esta mañana y tengo la sensación de que hay una enorme polvareda negra en mis pulmones que, aunque no me acabo ninguno, es un ademán de nervios. Aún así, todavía puedo olerla…
Pablo Melgar
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