Los hechos que me atrevo a contar hoy produjeron en su día tal impresión en mí que ahora me resulta difícil su relato. Ocurrió ayer por la tarde. Yo me disponía a aclarar mi mente entorpecida por los estudios y las preocupaciones de un joven de clase media, que ni se muere de hambre ni le falta sitio donde dormir pero que siempre tiene la mente trabajando. Así que me fui a dar un paseo por la playa. El Sol de invierno se escapaba de las ramitas punzantes de las palmeras que lo querían tapar, coloreando sus siluetas en el suelo, y algún viejo que otro aguantaba la arenisca en la cara, impasibles como estatuas en algún banco.
Entonces decidí tomarme un helado, a pesar de que sea curioso que las heladerías estuviesen abiertas en pleno mes de diciembre y con tan ínfima clientela en los alrededores. Entré y pedí un helado de vainilla. Sí, de vainilla. Jamás pido helado de vainilla solo, porque me gusta más el que lleva nueces pecán y caramelo, pero ese día dije: “¡Voy a tomarme un helado de vainilla, joder!” Y me lo tomé, claro que sí.
Y en ese instante en el que mi lengua acosaba la cima del helado, en ese momento en el que pensaba engullir y dejar volar mi imaginación a través del sabor de la vainilla, cuando me iba a tirar a un mar de vainilla y a flotar en su color amarillo pálido y dulce, llegó aquel extraño viejo con los ojos rojos del viento. Aquel hombrecillo no medía más de metro cincuenta y lloraba a lágrima viva sin más sentimiento que el de cagarse en la madre del viento y del que trajo la arena a estas costas. Me tiró el helado. El cabrón del viejo me tiró el helado al suelo y mirándome a los ojos, cosa que me puso bastante nervioso, puesto que los tenía de un color granate digno de un buen filete de ternera crudo, me dijo:
“Yo peleé con tu padre en la Segunda Guerra Mundial”.
Aquella información me dejó algo confuso, ya que mi padre no había nacido cuando se batalló en la Segunda Guerra Mundial.
“No consigo verte pero estoy seguro de que eres tú, tu padre siempre se pedía el helado de vainilla cuando estábamos en aquellas trincheras en Francia.”
“Y…¿por qué bando luchabais?”
“¡Por el alemán, claro!”
“¡¿Nazis?!”
“Sí, hijo, sí…nazis. Hoy en día está descontextualizado el genocidio pero Adolf nunca tuvo intención de exterminar a las demás razas. Hitler solo bromeaba…”
“¿Bromeaba?”
“Sí, hijo, sí…pensó…¿y si meto a los judíos en campos de concentración y les puteo un poco? ¡Seguro que luego nos echamos unas risas!”
“¿Me hablas en serio?”
“¿Por quién me tomas, hijo, por un loco?”
“No, nunca, señor. Pero, ¿cómo explica que mi padre peleara en la Segunda Guerra Mundial si ni siquiera había nacido?
“Hijo, tu padre tiene 115 años y tú…naciste durante la Guerra. Así que tienes 75 añazos”.
Toda aquella información me superaba, así que permanecí en silencio durante unos instantes. ¡Los nazis eran unos bromistas y yo tenía 75 años! Si aquello era cierto cambiaría mi vida para siempre, tendría que hacer algo para sacarlo todo a la luz. Un furor se adueñó de mi pecho y llegué a una brillante conclusión.
“Si tengo 75 años…¡voy a jubilarme!”
“En efecto, hijo, y yo que tú me daría prisa porque es posible que esos del PP suban la edad de jubilación antes siquiera de que llegues a solicitarla. Por eso mismo te acompañaré, hay varios camaradas trabajando en el Ayuntamiento de San Javier”.
Me cogió de la mano y nos fuimos al Ayuntamiento aquel extraño hombre y yo, todo un jovenzuelo de 75 años.
“Perdone, vengo a solicitar mi paga de jubilación.”
“Muy bien, enséñeme el DNI”.
“A ver…le explico, he vivido engañado toda mi vida. No se por qué razón solamente recuerdo mi vida en los últimos 22 años. Pero esta tarde me disponía a pedirme un helado de vainilla cuando este señor me ha dicho que peleó hombro con hombro con mi padre en la Segunda Guerra Mundial en el bando nazi y resulta que yo nací en 1940. Aunque en mi DNI ponga 1992…”
“No se preocupe, camarada, ahora mismo le entrego el carnet de jubilado”.
“Muy bien, muy amable”.
“Aquí lo tiene. Y un sobre de dinero para reparar las molestias que le haya ocasionado vivir tantos años sin jubilarse.”
“¿En serio? ¿Tan rápido? ¿Tanto dinero?”
“Que disfrute de su jubilación”.
Salimos del Ayuntamiento y la tarde ya buscaba a la noche. Había niños tocando los cojones con la pelotita y un gilipollas lanzando cohetes porque el Murcia había metido un gol. Pero por lo demás, la Plaza de San Javier estaba completamente desierta. Ahora que lo pienso también había dos japoneses echándole fotos a un Belén. Entonces aquel hombre se dirigió a mí y se despidió.
“En este paraje épico me despido. Dale un abrazo a tu padre de mi parte, me alegro de que hayas conseguido esa jubilación que tanto esfuerzo te ha costado. Ahora tengo que marcharme, hijo, me han llamado para ir a la Facultad Complutense de Madrid. Trabajo como asesino a sueldo y la Merkel me ha dado instrucciones muy específicas para intervenir. Se ve que hay algún insurrecto por allí. Buenas noches y buena suerte”.
No le volví a ver, en aquel día por lo menos. Porque una vez al mes, cuando iba a por mi paga de “jubileta”, le veía en la mesa de al lado mirándome de reojo, aunque nunca más me dirigió la palabra. Sería alguna especie de Robin Hood fascista-bromista o un simple loco de los cojones. Al final resultó que mi padre no era nazi ni había combatido en la Segunda Guerra Mundial y yo seguía siendo un veinteañero. Pero, joder, mi cuenta corriente se engrosaba cada mes con la pensión más alta posible y nadie me ha reclamado nada aún, así que seguiré pensando que mi padre fue el héroe de una gran broma y miraré para otro lado como hace todo el mundo.
Pablo Melgar
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