La ciudad les pertenecía, no sabían mirarla solo con dos ojos sino con cuatro. Él todavía no había conocido apenas algún rincón de Granada, salvo el que se encontraba entre sus sábanas. Había viajado en duermevela durante toda la noche para dormir con ella. Observaba hipnotizado las luces de la carretera como a través de un cristal translúcido mientras se imaginaba la noche que le esperaba. ¿Cómo olería su habitación?, ¿cómo estarían sus ojos verdes? Hacía un mes que no la había visto y le había parecido toda una eternidad.

 

Interrumpiendo su ensimismamiento, el autobús entró en Granada y su pulso se disparó. Cada calle le acercaba más a ella, a sus brazos. Se puso en pie y un sofoco le recorrió el espinazo. Metió todo en la mochila, se colocó el abrigo y la bufanda, y esperó conteniendo la respiración mientras el autobús entraba en la Estación de Autobuses y aparcaba, de la misma forma en que los niños dejan de respirar en los túneles mientras esperan la luz del Sol.

 

Allí la vio, tras el cristal transparente por primera vez en toda la noche. Recorrió el pasillo hasta la puerta sin poder ver nada más y cayó en ella. Era una total desconocida después de tanto tiempo y el primer abrazo resultó como el primero de sus vidas.  Después se sumergieron en el olor del hogar y para ellos no había pasado más que un segundo desde la última vez que se habían visto.

 

En la calle, una neblina blanca anunciaba la ferocidad de la sierra nocturna y, sin darse cuenta, ya habían pasado la noche entera cabeza con cabeza, compartiendo sueños. A él le encantaba el olor a flor de talco que desprendía su cuello mientras dormía y ella le abrazaba como si se fuera a escapar de allí volando en mitad de la madrugada. La cama era enorme y el edredón blanco infinito, así podían dormir a pierna entrecruzada durante toda la noche. Pero como la vida es finita, las noches también lo son. Y cuando las piquetas de los gallos cavaron buscando la aurora, el despertador les abrió el sueño. Ella se fue y él se quedó toda la mañana sorbiendo el olor de sus sábanas con los labios.

 

Cuando despertó, ella le besó con las pestañas y se levantaron para conocer, por primera vez, el Sol de invierno granadino juntos. Hacía frío, como todos los días en que sale el Sol para engañarnos. Pero tenían las manos calientes. Recorrieron calle Elvira en busca de la mejor tapa y él tenía la sensación de encontrarse en un Parque de Atracciones a tan solo dos euros la caña con regalo. Después intentaron viajar en el tiempo y se dejaron llevar calle a bajo hasta caer en las redes del café Bohemia y su jazz en luz tenue (La banda sonora de mi vida: Out of nowhere). La alegría de las cinco de la tarde se revelaba en el crepitar del fuego en las risas suaves de sus clientes. Bebieron café vienés encima de un piano y se besaron con sabor a nata.

 

La morriña de la cerveza se había esfumado, o eso creían, pues llevaban drogados desde la Estación de Autobuses y no conseguían diferenciar la sobriedad de la miopía. Entonces ella le abrazó y le dijo al oído: “Me tengo que ir”. Y vivieron en ese instante para siempre, en aquel café donde siempre se les verá abrazados en una esquina con los bigotes llenos de nata y cacao.

 

Serpentearon por el empedrado irregular de las calles colindantes a la Plaza de los Lobos con las manos calentitas en medio de aquel cosmos helado. Bajaron San Juan de Dios con un pionono en la boca y llegaron a la bandera del Triunfo con pensamientos de canela.

Bésame mucho 2

Y fue allí, bajo la mirada de Cristobal Colón y no en otra parte, cuando empezó a sonar. “Bésameeee…besame muuuucho”, se miraron. Y sonrieron pensando en el oportuno acordeonista que vive en aquella esquina regalando momentos de película a aquellos que quieren besarse durante el invierno bajo los almendros en flor de aquella calle atrapada en el tiempo, donde García Lorca observa todo lo que pasa con un ejemplar de su Romancero Gitano bajo el brazo. Allí y no en otra parte fue donde se besaron como si fuera la última vez. El Albayzín aparecía a sus espaldas majestuosamente blanco, acaparando todos los rayos del Sol de la tarde. Y la Sierra Nevada coronaba la imagen, recordándonos la gallardía de sus níveos macizos que mandan en las Béticas. Y en el desasir de sus dedos se escuchó un siseo solo perceptible para ambos, entonces se sintieron solos. Lloraron una lágrima cada uno y al probar el sabor a sal de la nostalgia se marcharon cada uno en una dirección.

 

Eran felices y por eso él abrió su cartera y le dio los últimos tres euros que tenía al acordeonista de la esquina. El hombre sonrió agradecido sin dejar de pintar el aire con la voz que todo el mundo imaginaba. Él pensaba en Cesaria Évora y en aquellas noches que había pasado junto a ella escuchando aquel disco a la luz de una vela. Cuando se dio cuenta de que acababa de hipotecar su merienda sonrió, pero le dio igual, porque ya lo había vivido todo.

 

Siguió andando y se perdió sin rumbo entre las calles, buscando una excusa para gastar lo único que le quedaba en la cartera. Solo vio los segundos, minutos y horas que le separaban de volver a verla, y no eran muchos. Así que los gastó lo más rápido que pudo. Hoy, mientras recorría Granada, también sin rumbo, se acordó de aquel momento. Entonces abrió la cartera y la encontró llena de tiempo. Pensó en contener la respiración, como hacen los niños cuando atraviesan un túnel en la carretera, pero nada llegó, ni siquiera la luz del Sol.

 

Decidió irse a casa pero no quería cruzar aquella calle, pues se perdería en el tiempo. Por lo menos estaría allí el acordeonista y le regalaría un instante, aunque los almendros estén secos y el Romancero gitano mojado por la lluvia. Sin embargo, cuando llegó allí no había nadie en aquella esquina y solo cantaba el viento. Ya nadie pintaba el aire y el silencio gritaba desde la Sierra con un pequeño ruido parecido al de los vinilos al terminar, al tiempo que un relente frío le helaba sus manos resquebrajadas por el invierno. “Como si fuera esta noche la última vez…”, canturreó entre dientes. No pudo llorar y con una sonrisa de amargura se fue a merendar.

 

Pablo Melgar

 

Bésame mucho – Cesaria Evora