¿Conocéis esa sensación de vivir en blanco y negro? Aquella llena de cielos nublados de película de terror y de calles vacías, llenas de miradas virtuales. La de sentir el eco de mis pasos entre tanto ruido artificial. Allí estaba yo, en ese ambiente, como si fuera Bruce Dern buscando mi millón de dólares.

 

Ancha de Capuchinos no era más que una avenida repleta de zombies y el ruido de sus voces era tan artificial que carecía de miradas. Así que decidí pasear solo sin que nadie me mandara una sonrisa en forma de emoticono, solamente yo conmigo mismo, pues no hay virtualidad en los pensamientos, viajan conmigo.

 

Crucé la calle huyendo de la imagen de ese eunuco tenebroso que, a pesar de haber sido en vida un hombre tremendamente generoso, me obliga en muerte a dar limosna con su mirada de mártir lúgubre y que permanece como imagen de la iglesia que tiene su nombre: Fray Leopoldo. Y entré en el Parque del Triunfo en compañía de un pesimismo de anciano, ese de “los tiempos han cambiado“. Recordando las leyes de la infancia, aquellas de suelas desgastadas y amigos de tocarles el timbre; de tardes infinitas de juegos sin teclas y dolores en las rodillas. Aquello era imposible sentirlo a través de una pantalla y sentía lástima por esos niños que ya no pisan el parque si no es a través de un mando.

 

Entonces cambié de canción y una voz de mujer me insufló oxígeno mejor que los labios de una socorrista de la playa. Alcé la mirada e intenté escudriñar el color de las nubes blancas y el cielo hasta ahora gris. Y en ese camino unos ojos me miraron de frente. Sospeché de mi invisibilidad y esquivé la mirada como si fuera un disparo. Di dos pasos más acordándome de sus labios rojos y de su pelo rizado y alborotado que había captado en apenas unos segundos, así que miré de nuevo.

 

Esos ojos me miraban a mí, me tocaban y me reían. Entonces me di cuenta de que el cielo era azul. Se ruborizó y en los hoyuelos que se le formaban en la comisura de la sonrisa pude observar que la vergüenza no podía con la emoción.

 

Le devolví la mirada, le dije sin hablar que me gustaba su sonrisa. Era lo más real que una tarde había ofrecido en mucho tiempo y su mirada no dejaba ser contada por teléfono ni por mensaje, ni siquiera por una fotografía. Esa mirada quería que yo escribiera cuánto nos quisimos, cuántas cosas nos dijimos y cuánto nos dolió dejarnos ir.

 

Todo en dos segundos.

 

Nos cruzamos y yo mire hacia atrás, imaginando sus mofletes enrojecidos todavía por lo vivido y su sonrisa blanca perenne detrás de todos aquellos rizos de color caoba en su espalda. No miró hacia atrás, no hacía falta, ya habíamos vivido todo lo que teníamos que vivir.

 

Pablo Melgar

 

“Y allí me encontraba yo, con la misma mirada perdida de aquel anciano demente en un paisaje impersonal, despoblado de gente.” La banda sonora de mi vida: Nebraska

 

 

 Quiet Breathing – Mark Orton & Haley Bonar