Dicen, mis víctimas, que cuando oyeron el repicar de mis tacones contra el suelo, vieron su vida pasar. Todas y cada una de ellas escucharon como el alza de mis botas se relamía de sangre antes de que sus vidas se apagasen en mis manos lentamente. Siempre era igual, de la misma forma. Andando, tranquilos. En la calle, en un pasillo, en ninguna parte, y en todas. “TAC-TAC”, “TAC-TAC”, una y otra vez. Aproximándome sin rostro hacia sus últimas voluntades, que eran ninguna. También dicen que tras escuchar el toque de muerte, podían oler a gasolina. El olor del miedo.

Entonces es cuando sus corazones empiezan a acelerarse, puedo sentirlos, e intentan vanamente bombear más sangre a los músculos para que puedan reaccionar ante el pánico. Pero no. Es sólo un intento inconsciente que hace el cuerpo consiguiendo como único resultado una escena del crimen entre un chapoteo ingente de plasma granate, recién escanciado.

Sus pupilas se dilatan y dejan de ver con claridad, ya no volverán a hacerlo jamás. Las comisuras de sus labios se llenan de una pasta blanca tan seca que la garganta comienza a tragar lija. Las piernas dejan de funcionar y los escalofríos son constantes. Tensión, desequilibrio, mareos. Y por fin, miran hacia atrás que es lo único que les queda. Y me ven.

Entonces mi arma hiende su filo en las nubes color petróleo, tan negras y llenas de rabia y oscuridad, que se funden con matices dorados de los vestigios de luz que todavía se atreven a dejarse ver. El aire comienza a exudar un aceite rojo y el cielo se cubre de un humo granate, intenso y voraz. La muerte parece ser el rasgo predominante del paisaje.

No podría decir cómo concluyo con mi cometido, que es matar. Ni lo pienso. Es algo que sale de dentro de mí. Algo innato que ha estado conmigo desde que nací. Una tremenda habilidad para ahogar, decapitar, degollar, guillotinar, fusilar, asfixiar, lapidar, inmolar, desnucar, linchar, calmar y extinguir que ni si quiera me lo enseñó alguien. Tan solo la vida, que es la que me hizo así.

Pero no siempre fue igual, he de reconocerlo. Aunque mi fama me preceda. La leyenda, el mito del verdugo que con todos acaba es sólo el final de mi historia. Nací, inocente e ignorante del mundo que nos rodea e incluso de mis propias voluntades que eran todavía inexistentes. Crecí en una familia humilde pero próspera en la ribera del Lake Charles, Luisiana. Como cualquier paleto sureño dejé mis estudios en cuanto pude y gasté mi adolescencia en alcohol y pedradas. No conocía la derrota en la vida, pero tampoco la victoria. Hice trabajos forzosos hasta los 25 años. Con forzosos me refiero a los dignos de los mulos de carga, no al de los presos. Talar, cortar, cargar, cavar como un animal.

Solía gastar mi minúscula paga en cerveza y en invitar a una chica llamada “Peggy”, como la cerdita, al cine. ¡Qué deprimente! Hacía 70 horas semanales para gastármelo todo en invitar a esa rubia rechoncha a todo, para luego poder meter mi mano bajo su falda. Nos casaríamos, tendríamos cuatro churumbeles y entonces yo tendría que trabajar cuatro veces más para poder sustentar a cuatro diablos y una cerda hambrientos.

La vida de las personas es tan triste. Tan monótona. Tan vacía. Tan prefijada. Sin una historia que contar. Ésa fue mi vida, hasta que la conocí. Fue en ese justo momento, y no en otro, cuando vi todo con absoluta claridad y pude comenzar a escribir mi vida. Nada fue, a partir de entonces, como estaba planeado que sucediera. Otro día os contaré como sigue…

Pablo Melgar

  

 That was your life – Metallica