Recuerdo que una vez cogí un autobús y cuando llegué era mayor. Una madrugada de invierno, improvisando, cogí mi maleta y saqué un billete. No dormí nada durante el trayecto, mi corazón crecía y crecía. Y al llegar, cuando bajé las escaleras de aquel autocar, caí en una gigantesca cama llena de mantas y cojines. El lecho más espumoso y grande del mundo.
Bajo aquel edredón me encontré esos ojos tan grandes salvando la oscuridad. Sin creer en mi suerte me abracé a ella y relajé mi cuerpo. Saboreé lentamente cada segundo de esa noche mágica, la primera de una nueva vida. Cálida como el sol de invierno que te libra de necesidad, respirando su cuello no me hizo falta soñar.
Dormía en mi hombro y de vez en cuando sacaba a pasear sus ojos esmeralda brillantes en la noche, y sonreía. Yo disfrutaba observándola en el insomnio más dulce. Y así fue como pasamos nuestra primera noche en uno de los rincones más bonitos del mundo. Entrecruzamos nuestras piernas y latimos con un solo corazón.
Pablo Melgar
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