No sé si era un huracán pero el cielo estaba gris y tronaba. Y los árboles se agitaban hasta despegarse del suelo agarrándose con el filo de sus raíces para no volar. Y allí estaba ella, tan débil y con tanta fuerza dentro agarrándose con las entrañas a mis temblorosas manos muertas de miedo. Y gritaba, gritaba con los ojos que no la soltara. Que su pelo no fuera el alimento del viento que rugía sin cesar. Que su cuerpo no fuera pasto del dolor, de la nada. De esa inmensidad plateada que absorbía la tierra hasta hacerla desprender.

Recuerdo sentir en mis tobillos la hierba crecer del suelo. Como tiras color menta eran llamadas por el firmamento y el aire movía sus filamentos verdes llenos de color y contraste. Los troncos eran fuertes y rugosos, cientos, decenas, miles aceptaban sumisos su destino de ser desterrados de su firmeza, condenados a vagar como ramas sopladas por la corriente.

Y sus pies ascendían como pompas de aceite en agua y no había remedio para ello. Es curioso pensar que el cielo no se caía, como en los peores augurios de nuestra civilización. Que lo que era arrastrado a la caída era el suelo que todos pisamos, se invertía todo. Y allí estaba yo, agarrando esas manos frías como la aurora, inmóvil y sin esfuerzo. En pie, mientras el mundo se daba la vuelta.

Pablo Melgar

 

Moan – Trentemöller