El martes 23 de Febrero de 2010 se fue con el viento y se llevó a mi abuelo con él. Ya no lo volvimos a ver nunca más. Solamente en nuestros recuerdos que todavía, hoy en día, nos hacen pensar que está todavía aquí, entre nosotros, paseándose playa abajo en su Renault 21 con el diario AS bajo el brazo y todas esas manías que tienen los perfeccionistas que cumplen una determinada edad.

Le recuerdo subiéndose en su coche negro aquejado por los años e iniciar su ritual imprescindible para tomar ruta, la misma que haría todos los días de su vida hasta el final. Colocaba dos servilletas dobladas a la perfección en determinadas zonas del interior del coche en las que el polvo sería tremendamente irritante si fuera a parar allí. También dividía en partes iguales las monedas de que disponía para pasar la mañana en una pequeña repisa debajo del cuentakilómetros, siempre las mismas cantidades sacadas de unas huchas que escondía en las profundidades de su escritorio y que estaban seguras de robo debido al marcado de su contorno en la madera con tinta permanente, lo cual hacía más fácil intuir si habían sido profanadas en su ausencia.

Era huraño y en el final de su vida no disponía de muchos amigos que le hicieran compañía en sus excursiones por el Mar Menor más de los que les deparaban los días en su cruce con otras almas. En una ocasión mi abuela se tronchaba al contar que la última amistad de mi abuelo fue un mudo, quien era perfecto para él puesto que no era capaz de llevarle la contraria y eso le agradaba mucho en la gente. No se por qué pero siempre acababa a patadas con la gente que, durante algún tiempo, había sido inseparable de él. Por unas o por otras circunstancias siempre terminaba saliendo por la puerta dando un portazo a la amistad para siempre.

Como persona bien compleja que fue no era un abuelo al uso, de esos dulces y cumplidores al estilo “Casa Tarradellas”. No, ni mucho menos. Ni siquiera le llamábamos abuelo, su alias era “Pape”, una mezcla infantil entre “Papá” y “Pepe”, que era su nombre verdadero. Era más bien un amigo mayor que nos retaba a pulsos en su mesa de operaciones y nos contaba “picardías”, o así las llamaba él, de la gente adulta. Se cabreaba como un niño más cuando no le prestabas la atención que se merecía y te regañaba si te dejabas algo en el plato, como toda persona mayor que ha conocido el hambre en la vida.

Siempre nos contaba las mismas historias. Aquella vez que robó un burro en la Guerra cuando le tocó bien de niño buscar alimento para él y su familia o cuando empezó a fumar a la edad de 12 años. Es una pena que no nos contara cómo es el atardecer en los desiertos de Texas o si el agua del Caribe es tan cristalina como en las postales. Pues él recorrió Estados Unidos de arriba abajo a bordo de cruceros y no cruceros como camarero en una época que es mejor no mencionar en exceso puesto que sería merecedora de un libro entero, aunque quizá en blanco para evitar dolores innecesarios ya.

También vivió en Londres durante 9 años con mi abuela y de allí procedía su adoración por el pueblo inglés y su idioma, a los que creía superiores a nosotros, a pesar de su amor por la patria española que adoptaba en forma de pose para llevar la contraria en una casa en la que nunca fuimos muy diestros en esto del patriotismo. Quizás por el recuerdo que le traía de su juventud londinense adoraba tanto a una pareja de simpáticos ingleses a los que invitaba a comer de vez en cuando exhibiendo un inglés perfecto en canon con mi abuela haciéndome sentir orgulloso de unos abuelos tan curiosos.

Su mayor pasión era el Real Madrid y es la mayor herencia que nos dejó, puesto que sus nietos hemos nacido merengues hasta las últimas consecuencias. Pero el fútbol en sí no le gustaba, él era de insignia del Real en la solapa y mirar de reojo los partidos desde la puerta por miedo a un gol del Barcelona. Él se sentía orgulloso de mí por mi faceta como futbolista y me sentiré en deuda con él siempre por no haberle podido regalar una entrada en Tribuna para verme jugar.

Echo de menos a “Pape” y todavía cuando entro en casa de mi abuela cojo el rumbo natural hacia su habitación donde para mí sigue recortando los cupones del periódico que reunía con el único fin de conseguir regalos para mi primo y para mí que éramos las personas a las que mejor trató en su desordenada vida. Le oigo todavía canturrear estribillos de Julio Iglesias mientras remueve con el dedo índice la superficie de su Cutty Shark rebajado con agua y decirme: “How are you, boy?”, al verme entrar.

Las últimas palabras que me dijo fueron: “Lucha por ella”, por cualquier mujer que quieras pensé yo. Y me lo guardé para mí bajo llave y con el contorno marcado a rotulador para que nadie se lo llevase, como hubiera hecho él.

No se si fue un buen marido o si fue un buen padre, tampoco se si fue un abuelo, tampoco quiero saberlo; pero puedo recordar el sonido de aquel Martes en el que sentí el corazón de primo llorar al unísono con el mío. A nosotros, sus nietos, aquel día 23 se nos fue un pedazo enorme de nuestras vidas con el que aprendimos a reír cuando no levantábamos ni un palmo del suelo. Y hoy, tres años después, alzo mi whisky al viento que nos lo arrancó para brindar por él.

Pablo Melgar

 

 Tuesday’s gone – Metallica