Me he preguntado muchas veces a lo largo de mi vida dónde van a parar las camisetas que se extravían en tu armario. Tan bien planchadas, dobladas, colocadas en posición perfecta entre las otras de su misma especie y un día desaparecen. Quizás porque no les demos un buen uso o porque las maltratamos con las manchas de helado de chocolate o de los puntos amarillos que dejan los granos de arroz cuando van a parar a la tela. Los tejidos tienen memoria y donde hubo una mancha siempre quedará un haz de hilo miope.

Seguro que preparan la huida, como Philippe Leroy en “La evasión”, con tanta precaución y premeditación que un paso en falso podría echar por tierra el esfuerzo de meses de meditación y cálculo. No sabemos cómo pero un día se van. Vuelven al lugar de donde vienen, las tiendas. Tras un camino pedregoso y meticuloso, pues quedarían en evidencia si son vistos por la mirada de algún curioso, vuelven al sitio donde las manos suaves de aquellas chicas de porcelana con uniforme vuelven a mimar sus costuras. Allí las dependientas las mueven a su antojo, dependiendo de la semana, y para ellas es una excursión visitar el ala oeste del establecimiento junto a los pantalones vaqueros. No les gusta cuando algunos jóvenes las dejan revueltas y fuera de su lugar, que no es otro que el de estar con las de su mismo color o motivo, su familia. Solamente las manos de las madres que deambulan por las tiendas son relajantes para la camiseta que se deja mimar como un gato ronroneando. Aunque todavía reacia después de la última experiencia con aquella madre que le frotó el bordado hasta deshilacharla.

Esa madre mimosa compra la camiseta para su marido y se la lleva perfectamente doblada en su bolsa de plástico enorme y amplia, llena de dibujos, donde la camiseta vive el mejor momento de su vida, el de ver la cara de su futuro dueño lleno de entusiasmo al abrir el paquete y encontrarla allí, tan radiante. Pero el marido es demasiado gordo como para caber dentro y, como en tantas ocasiones, los hechos más esperados llegan a convertirse en los más horrorosos. Y las suturas de sus costados dan de sí. La camiseta ya no podrá albergar un cuerpo entallado nunca más.

Como una sobra, es regalada al sobrino adolescente que la usará para hacer deporte. Tras ser sudada y cepillada con pelo de sobaco en un par de ocasiones es olvidada en un vestuario anónimo totalmente húmeda. Nadie querría llevarse a casa el sudor de otro y solamente la más necesitada hará uso de ella y quién sino la limpiadora. Esa mujer que hace horas extra fregando suelos ve en la camiseta la oportunidad perfecta para agrandar un poquito el humilde armario de su marido. Éste llevará la camiseta durante meses y la querrá, por fin, como no la habían querido desde que se exilió de mi armario. Tan orgulloso la lucirá cada domingo en su única salida de ocio semanal.

Pero la suerte es caprichosa y, por desgracia, caduca. Y la mano de algún ladronzuelo abre la cremallera de la bolsa y se escabulle hasta donde el buen hombre guarda su ropa de paseo para vestirse tras su jornada de trabajo. Ya no se la volverá a poner jamás, cosa que le hará ponerse bastante triste, y la camiseta irá a parar a casa del pequeño chorizo que hace colección de camisetas gracias a su astucia con los dedos. Allí será una más durante un tiempo, pasando las penurias de las casas desordenadas y siendo limpiada cada estación del año. Sufriendo el dolor del olvido dentro de un armario lleno de polillas.

Al fin sus plegarias surten efecto y el día de volver a notar el fogoso metal de la plancha estirar sus arrugas llegaría bien pronto. Casualidades de la vida, aquella tarde en que fue tendida tras uno de los enjuagues con agua que le hacía su dueño para lavarla, llovió. Las pinzas no aguantaron el peso del agua y calló patio abajo sorteando las cuerdas de tender hasta enredarse en una de ellas, que paró la caída al patio de abajo. Lo que habría sido su fin, ahogada en un charco de lluvia y barro y bebida por los desagües, se convierte en su salvación. Cae en manos de mi madre que la recoge como la había recogido ya antes otras tantas veces y la vuelve a lavar con el suavizante idóneo y que tanto echaba de menos la camiseta. Contenta, vuelve a su lugar de origen, el lugar del que quiso escapar y que, por azares del destino vuelve otra vez, dispuesta a ser usada.

Es curioso que la vida de las camisetas no sea diferente a la nuestra, pues nosotros también probaremos sudores, seremos usados e iremos de mano en mano, sin caer nunca en las adecuadas. Nunca en el orden previsto seremos queridos, odiados y olvidados en el más profundo desuso. Nos harán daño y nos haremos desconfiados pero nuestro destino no será nuestra elección. Probaremos el mundo y envejeceremos hasta darnos de sí y que ya nadie nos quiera. Caeremos tan fuerte que el final parecerá irremediable. Pero siempre nos levantaremos y, desorientados, seguiremos buscando sin saber que la felicidad está más cerca de lo que nosotros pensábamos.

Pablo Melgar

 

 Rolling Stones T-Shirt – Dada life