El Grenouille de mi tiempo no era “uno de los hombres más geniales y abominables de su época”, como aquel personaje inventado por Patrick Süskind en El Perfume que fue devorado y despedazado por la masa debido al efecto que su perfume elaborado con las esencias de las mujeres más bellas del lugar tenía en la gente, y se llamaba Sergio Dalma. No era un asesino de mujeres, aunque conseguía hacerlas sollozar con solo una palabra de su voz rota. Ellas enloquecían al verle, y saltaban por encima y pisoteaban a quien fuera necesario para tocarle, besarle y estrujarle entre sus dedos. Él se dejaba querer, no era ningún atormentado ni ningún tonto. Sabía perfectamente que aquellas cincuentonas extasiadas con sobredosis de perfume caro o barato eran su público, la razón de su estatus de famoso.

Había venido a la ciudad como el circo, o eso pensaba yo porque la afluencia de público era mayor de lo que me esperaba. Las mujeres del pueblo se habían puesto sus mejores galas y habían gastado esas últimas gotas de aquel perfume caro que aguardaba en sus estanterías para una gran ocasión. Eran una obra de orfebrería sus arreglos de aquella noche, y ello no quiere decir que les favorecieran a la mayoría, ni mucho menos, ya que muchos de ellos solamente les hacían brillar en su forma más literal.

Yo era el portero del recinto, el hombre con polo rojo que intentaba calmar a esas fieras de uñas largas para que entrasen de una en una. Muchas caras conocidas vi esa noche, muchos padres de mis amigos y otros tantos míticos del pueblo que todo el mundo conoce. Me saludaban con cariño, la mayoría, a pesar de poner sus entradas en mi cara con la intención de que chequeara diez a la vez con aquel dispositivo “tortugoso”, puesto que aquella era una gran noche para ellas.

No diré que entraron en seguida, puesto que aquella noche tuvimos bastante trabajo. Pero, tras unos litros de sudor, ya estaban las mil personas colocadas y sentaditas esperando a que el galán canoso saliera a cantar. Y cuando eso sucedió, el griterío fue ingente y mis compañeros y yo nos miramos extrañados. A los pocos minutos entré a ayudar dentro del auditorio y Grenouille ya se había bajado del escenario haciendo un llamamiento a toda mujer que quisiera bajar a tocarle. No le hizo falta rociarse con ningún perfume, pero “una súbita belleza lo encendió como un fuego deslumbrante”.

Altas, bajas, rubias, morenas, jóvenes, mayores, feas, guapas, la mayoría dejaron todo lo que estaban haciendo y bajaron saltando de tres en tres los escalones de las empinadas escaleras que les separaban de él. Desde arriba bajaban las hordas enloquecidas en gritos, agarrando a las que tenían delante para ser las primeras. Ni un guardia de seguridad puede hacer nada contra una mujer, y allí había cientos de ellas. Ni siquiera hubo avalancha, dada la oscura determinación de todas ellas que les impedía resbalar o caerse. Y allí estaba el foso lleno de animales hambrientos que se comían al cantante mientras éste ni se inmutaba ni perdía el tono de la canción.

Le cogían de la cara, le besaban, le abrazaban, alguna incluso se quitó sus bragas enormes de color carne y las zarandeó al lado de la mirada atónita de los guardias de seguridad que creían haberlo visto todo ya en sus andaduras de valedores del orden en cada espectáculo público que ha pasado por el pueblo.

Mi función dentro había terminado, pero había merecido la pena haber estado presente en aquel festín de mujeres que intentaban comerse al Grenouille de nuestra época. Así que me fui a la puerta con mis compañeros. Allí afuera había un conglomerado de mujeres mayores que permanecía de pie a apenas unos metros de la puerta que guardábamos, para intentar entrar sin pagar.

-¿Me dejas entrar?

-No, lo siento mucho, no puedo dejarle pasar sin entrada.

-Venga, sí. Me dejas entrar.

-No, señora, no puedo hacer eso, de verdad.

Y así, una y otra vez. No cesaban en su empeño de poder comerse alguna cana de aquel cantante. Y entre intento e intento resoplaban o bailaban en nuestra cara, en una mezcla de ilusión y desesperanza. Nosotros, acorralados, indefensos, ante una horda hambrienta de mujeres. Y con la certeza de que ellas siempre consiguen lo que quieren, por mucho que fuera nuestro deber impedírselo.

De repente, un hombre que salía del baño se acercó a la puerta desde dentro y me tocó el hombro.

-¿No te da vergüenza dejar a estas familias en la calle?

En un segundo me sentí ese policía que arrastra de los pies a las familias de su único hogar, ese banquero que emite la orden de desahucio o el político que deja que eso suceda. Por un momento fui un ser despreciable, les estaba privando de la necesidad. Me interponía a su hambre, puesto que con el solo movimiento de aprobación de mi cabeza podrían unirse al despedazamiento de aquel ángel canoso. Pero, de repente pensé que aquel hombre que había pagado sus 45€ de entrada nunca gritaría en la calle contra los verdaderos seres despreciables que sí merecían su grito, sin embargo sí lo hacía contra el portero que cobra 5€ la hora en un auditorio de pueblo.

-Señor, estoy haciendo mi trabajo.

No le llamaron “ángel”, le llamaron guapo. No le comieron, le besaron. No guardaron un pedazo de sí para el recuerdo, se echaron fotos con él. No había hecho el perfume perfecto sino cantaba. No es la misma época, ni el mismo personaje. No es épico, es… No es ficción, lo parecía. Es mi época y sus personajes.

Pablo Melgar

 

 “Se abalanzaron sobre el ángel, cayeron encima de él, lo derribaron. Todos querían tocarlo, todos querían tener algo de él, una plumita, un ala, una chispa de su fuego maravilloso. Le rasgaron las ropas, le arrancaron los cabellos, la piel del cuerpo, lo desplumaron, clavaron sus garras y dientes en su carne, cayeron sobre él como hienas…” (El Perfume – Patrick Süskind)

 

Bailar pegados – Sergio Dalma