No me gusta azorar al futuro. Me imagino pirata, en una galera con nombre decapitado. Los cuerpos de mis hombres, exangües y descarnados, rescatan sus últimas fuerzas para alzar el puño en son de victoria.

Los cuerpos tendidos en la borda del que solía ser su hogar, “dejando su vida contra la tablazón del barco”. La mar allí abajo, rota de los pedazos de carne que tiñen su espuma de un rojo sangre. Ya vienen los escualos a buscar carroña en la estela granate de nuestra galera sin nombre. No creo que nadie quiera cruzarse con el rumbo de la destrucción: colmillos, cuchillos y ninguna compasión.

Entre los gritos de mi tripulación y el repicar de los dientes agrietando la carnaza de los hombres arrojados, oigo un jadeo marchito. Es el estertor de la vida del último superviviente de un equipo hecho historia. Sus pulmones luchan por respirar unas cuántas veces más y su sangre, desparramada por el suelo, no puede avisar a su mente de que hace ya unos minutos que pertenece al otro mundo.

Para no olvidarme de qué es la muerte, asumo las funciones de verdugo. Un buen capitán debe recompensar al último superviviente escuchando sus últimas palabras y matándole con la hoja que más brilla en esta galera sin nombre. Su voz moribunda solo se “retorció en una frase de muerte” y su vida se convirtió en carne. La muerte, deidad contagiosa.

Los barcos apátridas están abocados a naufragar sin nombre, virando con el viento como timonel y expuestos a la deriva de unas rocas malévolas. Si el capitán no es el que sube el mástil, ¿cómo se va a ganar el respeto de su tripulación?

-“¡Vamos a bautizar a este pequeño, chicos!”. El clamor es ingente.

En un instante, ascendía por el destino astillado del mástil sin dueño. Hay fuego en las palmas de mis manos. El frotar la madera es el auténtico purgatorio. Contando juegos mecánicos voy escalando, para perder la razón metafísica, sin compasión alguna sobre mi mismo. Ejerciendo dolor a mi cuerpo a costa de todo. El honor como gloria lejana, del Everest.

Abajo, el gentío aclama en las cubiertas de la galera huérfana y yo arriba empujado por su aliento, vibrante el aire que me sostiene. Ya puedo oler el aliento a cerveza y ron de la fiesta que nos aguarda. Mi mente, ebria ya, un filtro empeñado en subir hacia arriba. Una más y una brazada menos que se lleva mi vida y mi piel desperdigada. Los trozos muertos de mi, desparramados por el mundo que dejé atrás y entre los surcos del leño.

El aire se hace denso, incluso se puede masticar, y los aullidos de tu gente, lejanos. Las causas se pierden en el cementerio flotante que es este espacio. El viento y yo en una lucha a muerte. No siento la vida, ni pellizcándola. Haciéndola arder en mi sangre.

Ya soy la mitad de lo que era antes y lo que queda de mí se lo quedará la gloria. La luz allá a lo lejos llamándome como una droga. Las posibilidades están claras y el fondo está esperando, carroñero y expectante. Contando los segundos. Midiendo tus pisadas. Ralentizando las manillas del segundero. Instando a los cuerpos a mirar al vacío. Esperando un fallo, la bandera sin escudo aguarda allí en el frente, solución a mis problemas.

Como si Dios hubiera apretado un botón, consigo escuchar el murmullo de mi extremaunción. El mundo enmudeció en un instante y el silencio me embarcó en un horizonte siniestro. El mar allí abajo convertido en un desierto de dunas azules. Ni un alma a la vista de mis ojos cansados de matar. Y ya no había mundo sino agua y mi cuerpo se debatía entre el equilibrio y el infierno.  ¿A qué otro mundo me había desvanecido sino al averno? Un mástil sin bandera en medio del océano, retando al más valiente de sus aguas a coronarlo con su sudor.

De mis músculos engarrotados borbotean gotas convertidas en riachuelos, condenados a desembocar en la cascada de mi barbilla. No veo a nadie, solo la cima sin dueño. Aquella galera sin nombre ya no existía. Ni la tripulación jadeante de triunfo ni las almas a una con la gloria, juntando la voz.

Y el destino habló y me nombró último superviviente. Mis energías barnizaban la madera del mástil y yo con la tentación de recogerlas con los dientes o dejarme caer. Pero yo no se sino morder cuando mi respirar es un gemido indescifrable.

Bajo un mediodía deslumbrante, oigo la bruma del oleaje arremetiendo contra la madera del tronco. La profundidad del agua es menor que la de la infinita asta que acribilla las nubes del cielo, disipadas. Ahora el calor invade la atmósfera y un Sol de justicia me declara culpable a morir.

Las voces de mis hombres todavía retumban en mi cabeza, pero ya sólo son aullidos fantasmales del inframundo. Ahora tengo como última esperanza aquella que surge en las catástrofes inevitables, la de que todo sea un sueño.

Hallándome yo ante la corona del más valiente del océano y con una bandera roja sangre entre mis dientes, me aferré a la vida con la yema de mis dedos, alzándome con la gloria que acabaría conmigo.

Uno, dos tres, escapando otra vez. De las garras del agua negra y maligna. Encerrada en su manto oscuro y arrugado, vislumbra con ojos oscuros las debilidades de tu ser. Uno, dos, tres, alargando la mano alcanzo la tierra prometida. Una espiral dibujada en la cima del fuste de madera. Mis dedos la alcanzan por los bordes, desgañitando las almas que forjaron la mía con el dolor que me ejercía ese último aliento. La bandera al fin tenía patrón y su color se tiñó de granate negro.

Al fin irrumpía en mis sueños un Grito como de victoria y horror, desgarrador desde lo más alto del mundo, y estaba despierto. Mi garganta despide sangre que tiñe de rojo granate todos los mares del planeta. Que sepa todo el mundo que un pirata es dueño de la meta más alta del hombre. El mar ahora es mío.

Si tuviera corazón, lloraría. Si tuviera voz, cantaría. Unas últimas palabras y a luchar por no perecer. Un nuevo objetivo, una náufraga ilusión. ¡Qué lejanos son los sueños logrados después de volver a empezar!

Pablo Melgar

 If I had a heart – Fever Ray