Desde esta ventana puedo ver la parte más alta de la Catedral de Notre Dame, llena de cabezas inquietas que observan París desde su corazón. Posiblemente, la silla de madera en la que estoy sentado era el lugar donde también se sentaba a escribir Allen Ginsberg cuando se hospedaba aquí, en la librería Shakespeare and Company, a la orilla del Sena. Me lo imagino sentado en esta misma mesa, viajando a través de su genio y locura mientras veía lo mismo que estoy viendo yo ahora mismo por la ventana.

Es una sala pequeña en la segunda planta de la librería, donde se encuentra una pequeña parte de la biblioteca que dejó la antigua propietaria Sylvia Beach, antiguamente situada en el 12 de la rue de l’Odéon. También es posible que el ejemplar de Apuntes de un cazador de Turguéniev que prestó la librera a Ernest Hemingway la primera vez que entró en esta librería, estén por aquí en uno de los estantes que recubren esta habitación dedicada a la lectura. Respiran conmigo lectores de todos los rincones del mundo que hacen un alto en el camino para saborear alguna de las reliquias de este tesoro o para escribir alguna historia, al igual que yo.

Sin embargo, mientras intento pensar una bonita historia digna del lugar en el que me encuentro, solo se me vienen a la cabeza esas cabezas de allí arriba. Cabezas de turistas que lo devoran todo, cabezas que hacen cola y cabezas que matan la vida del lugar, de la misma forma en que yo lo hice en cada parque de atracciones en el que estuve. Hace apenas una hora que he visitado por primera vez Notre Dame y he esperado unos veinte minutos de cola para visitar su interior. Ya en el interior, he completado la vuelta dos veces, parándome a observar las vidrieras que me recuerdan…

Excusez-moi– me dice un hombre con una cámara al cuello para que me aparte incluso de mis pensamientos.

Como iba diciendo, esas vidrieras me recuerdan a una versión pequeña de mí mismo, impresionado por una película de dibujos animados, e inclino la cabeza para sentirme parte de la armonía perfecta de un sitio que te es familiar de la misma forma en que lo es una canción que te sabes la primera vez que la escuchas.

Y al llegar al fondo de la Catedral, al cerebro de esa parte a la que yo llamo maligna, pues cuando llega la noche resplandece con ese halo de terror que solo la arquitectura gótica consigue, en contra punto con su fachada principal que exhala tal bondad como la cara del jorobado que vive en su campanario; puedes ver dos maquetas de la Catedral: una con la forma actual del monumento tal y como la podemos ver desde fuera y otra de cómo suponemos que era cuando se empezó a construir. En esta última puedes ver a orfebres trabajando el metal, a panaderos creando el mejor perfume del mundo y a comerciantes vendiendo vino y víveres, en forma de belén navideño.

Una imagen muy diferente de la actual Place Jean-Paul II, donde ya no hay vida sino atracciones. Si en el año 2015 decides pasar la mañana en uno de los bancos de la plaza, si no eres francés escucharás tu lengua materna con la frecuencia con la que lo haces en el súper de tu pueblo y serás interpelado por cazadores de turistas que te pedirán dinero por un tour, por una botella de agua o por caridad. Mientras tú, impasible, ofreces la peor cara de tu existencia, la de tratar a un semejante como invisible aunque se arrastre de rodillas por la pobreza. Pero nada más puedes hacer.

Así que, como verán ustedes odio la superficie de esta plaza, aunque acostumbre a pasar largos ratos de mis tardes en ella, observando la cara entrañable de esta Catedral de cuento. Pero lo hago aislado de la gente, a veces gracias a una ensoñación, otras con el poder que tiene la música para elevarte en el cielo o simplemente con el silencio de unos cascos que me ayudan a imaginar a ese panadero que unos siglos atrás me habría ofrecido un colín de pan mientras escucho al Sena respirar y al martillo del orfebre crujir. Una plaza llena de vida, no llena de vidas como la de ahora.

Al terminar la visita y tras haber pagado 3€ por ver las sagradas vestimentas de Juan Pablo II, harto de la gente, huyo hacia la cara perversa de Notre Dame. Allí me he sentado en un banco de esa maravillosa Place Jean XXIII, debajo de un árbol de hojas amarillas, alrededor del cual un ejército de palomas se rifaban unas migajas de pan que algún turista con alma de jubilado les ha echado. El Sol me daba en la cara, por primera vez en muchos días, y de fondo escuchaba el arpegio de La vie en rose procedente de un guitarrista callejero sentado en el Pont de l’Archevêché.

A mi izquierda, una niña practicaba su última clase de ballet, dando vueltas como una peonza y, aunque normalmente los niños en los parques son molestos, su torpeza me generaba una enorme ternura. Justamente detrás de Anna Pávlova, dos amigos comían galletas del mismo paquete y, sin apenas hablar, se recuperaban seguramente del dolor de pies fruto de una larga jornada de turismo por la ciudad. Sus migajas atraían a todas las aves carroñeras del parque y el ejército de palomas de mi árbol se fue en busca de un pellizquito de chocolate. Ambos daban patadas al aire para espantar en vano a aquellas perseverantes criaturas con plumas.

Y si forzaba un poco la vista, un poquito nada más, más allá, toda la luz del Sol estaba concentrada en un solo banco. Ella apoyaba la cabeza en el hombro de su amante y él se dejaba hipnotizar por el sueño placentero de quien lo tiene todo. Aunque los veía de espaldas podía sentir sus confidencias entre dientes, sus plácidas sonrisas con los ojos cerrados y el calorcito compartido en sus cuellos al tocarse. En el banco de al lado, un anciano los miraba con una media sonrisa. Ese anciano de todos los parques que siempre pone el toque de vida en el lugar, convirtiéndolo en su sala de estar. Disfruto observándole existir en su banco, sin más entretenimiento que el de contemplar todo lo que sucede en este rincón de ensueño, de la misma forma en que lo ha hecho tantos días durante años y como antes que él lo hicieron otros tantos ancianos que sonreían al ver cómo dos jóvenes paseaban de la mano por la que es, sin duda, parte de su casa.

Pablo Melgar.

La vie en rose – Richard Galliano & Sylvain Luc