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un saludo a todos los pachangueros de este mundo

[infobox maintitle=”Jaime Gil de Biedma” subtitle=”Que la cabra tira al monte
y nunca hay humo sin fuego.” bg=”red” color=”black” opacity=”off” space=”30″ link=”no link”]

Existe una creencia entre los artistas de que “solo si te mantienes real, tu arte será sincero”. Eso pensaba Leonardo cuando sus amigos del pueblo le invitaron a echar una pachanga la mañana del 5 de enero, en el patio de un colegio. Había pasado las últimas semanas de entrenamientos realmente duros, sus pies estaban deshilachados como el cojín que muerde un perro. La disciplina de soldado que te exige el fútbol profesional, en ocasiones consigue borrar la sonrisa de la cara del jugador cuando salta al campo. El juego de niños se convierte en un pulso de responsabilidad, competitividad y presión que solo el autómata es capaz de afrontar. Pero aquella mañana tenía la oportunidad de volver al patio de un colegio, aunque para ello tuviera que incumplir su contrato. Nadie tenía por qué enterarse.

Se levantó aquella mañana y vio sus relucientes botas Mizuno de piel de canguro blancas sobre el armario, de la misma forma en que Peter Parker abre el armario y contempla su traje de hombre araña. Pero hoy no era el día de vestirse de superhéroe sino de niño, así que rebuscó en el armario las zapatillas de adolescente con las suelas desgastadas de muchas tardes de verano, de torneos de 24 horas de juego ininterrumpido, de tardes muertas convertidas en hazañas que aún recordaban juntos en las barras de los bares del pueblo.

Se colocó aquella camiseta de Zidane, ya rota y con el número 10 a la espalda, que conservaba desde la adolescencia. Sacó unos pantalones blancos de un cajón que (a pesar de no ser Adidas) completaban el uniforme francés y los calcetines negros del cajón siempre reservados para el fútbol sala (por ser los únicos que no se le comían al correr). Se miró al espejo, metió la cabeza bajo el grifo y se sumergió en el silencio del agua. Un infarto helado le partió la cara de dormido en el mes de enero, sus ojos rojos de cal incrustados en el espejo. Tras secarse la cara ya estaba listo para la guerra.

Salió de su casa con el balón en los pies y llegó a la de su amigo, casi sin darse cuenta, gracias a la jugada imaginaria de regates, toques y pases contra los bordillos que había culebreado hasta allí. En aquella mañana plácida de Navidad, en los oídos de Leonardo resonaban cánticos de grada. Su corazón de perro palpitaba ante el deseo del juego. Pero tuvieron que caminar durante más de media hora hasta llegar al colegio. En aquel camino sus músculos se pusieron en marcha, de manera inversa a la que su ímpetu se apagaba ante los remordimientos del affair que estaba poniendo en práctica.

Llegaron al colegio y sus colegas de la infancia saltaban la valla. Otros daban ya toques sobre la piedra roja y el silencio, el olor a mar y el ruido de los pájaros eran las demás variables de aquel 5 de enero en la playa. Los que solían pedir de niños, pidieron de nuevo, y se conformaron los equipos. Leonardo aplicó su ritual de movilidad articular, estiramientos y ejercicios de coordinación que le habían grabado a fuego desde que era un niño. El partido comenzó. Desde el primer toque, se susurraban bromas entre los regates, se daban ánimos irónicos al más malo de todos ellos. Se humillaba al amigo con el intento de emular a Ronaldinho. Se marcaban goles, se hacían descansos que trascendían el resultado del juego.

 

-La otra noche, el Gómez se quedó dormido en el local de la fiesta de Nochevieja.

 

-¿No jodas?

 

-Oye, pásame el agua- se oye de fondo.

 

-Sí, sí, cuando se despertó no había nadie y me ha contado que estuvo lo menos media hora dando vueltas por allí.

 

-¿Y qué hizo?

 

-¡SALTAR POR LA VENTANA!

 

(Risa colectiva)

 

-¡UN LADRÓN AL REVÉS!

 

-Imagínate quien lo viera saltar hacia la calle, vestido con traje y corbata, y con cara de muerto.

 

Un trago de agua, otro viaje bajo las profundidades del grifo. El juego volvió a sus cauces, los músculos fríos después de la charla. Los movimientos más bruscos, más torpes, el nivel había decaído bastante. Son los minutos de los choques de rodillas, de las caídas tontas, de los primeros piques. Un balón salió despedido, Leonardo dio un paso que encadenó con un pequeño salto.

Y trastabilló. Silencio de muertos, mañana gélida, sudor de hielo que se evapora en la carne en llamas. La temporada había acabado para él, fractura en el quinto metatarsiano. El pie se convierte en bota, escayola, cirugía y dolor. Muchas semanas de rehabilitación hasta volver a sentirse otra vez jugador de fútbol. Mucho tiempo de espera, pero la verdad es que hacía mucho tiempo que Leonardo no se divertía tanto como aquella mañana épica en el patio de un colegio. Y de que terminó el partido de portero, nadie tenía por qué enterarse.

 

Pablo Melgar

Eduardo Galeano