Recuerdo que una vez acaricié las manos más bonitas del mundo. Era la vuelta de una fugaz excursión de fin de semana. Ella era mi compañera de viaje. Olía a ella, era una sensación de frescor que, al inspirar, recorría toda mi espalda y consumía todas mis energías. Su pelo largo, castaño y ondulado, de vez en cuando me rozaba el cuello, haciendo que se me erizara el vello y cortándome la respiración. La dermis de sus piernas era canela, ocupaban su asiento y la mitad del mío. Yo me apretujaba contra la ventana del autobús, buscando que estuviera cómoda para que no se fuera de mi lado. Llevaba una camiseta blanca ceñida al cuerpo, estaba preciosa y no podía dejar de mirarla. Nuestros dedos se entrecruzaban y nos acariciábamos el uno al otro, compartíamos el tiempo y lentamente consumíamos cada segundo del trayecto. No quería volver, tenía ansiedad porque cada segundo que pasaba era un segundo menos que podría tocar esas manos. Las manos más suaves y delicadas que ha dado la naturaleza. La longitud de sus dedos era acorde con la palma de su mano y su piel tostada era suave y cálida como la tez recién quemada, y es que el Sol brillaba más que nunca, a pesar de ser de noche. Sabía tocar, sólo con rozarme hacía sentirme bien. Cerraba los ojos y disfrutaba fumando los segundos, los minutos y las horas que nos pasamos, casi sin hablar, acariciándonos el uno al otro.

Pablo Melgar

 

Ain’t no sunshine – Buddy Guy & Tracy Chapman