Los escalofriantes hechos que a continuación me atrevo a relatar ocurrieron en la premura del nuevo año con sufijo de mala suerte. Todo empezó aquella tarde. Inmerso en mis estudios, con la mirada perdida entre artículos y leyes, discurrían los días de aquel mes. Monótonos como no ha conocido nunca la monotonía. La luz del sol vista como a través de la televisión, que era mi ventana, como si me lo estuvieran contando. Y mis piernas estaban ya acostumbradas a los noventa grados. No quiere decir que me estuviera empapando de información, tampoco es eso. No me cundía excesivamente puesto que mi motivación pendía de un hilo y para mí era un gran esfuerzo permanecer allí sentado intentando memorizar listas de preceptos y más preceptos sin ninguna personalidad.

La primera vez que ocurrió fue sentado en mi mesa de estudio, con la que ya habían hecho costra mis codos. A mi derecha y para poder descifrar aquellos tochos inmundos de páginas contaba con la ayuda de una pequeña lamparilla que hacía que mis ojos no sufrieran más de la cuenta. Una luz espléndida y blanca que hacía relucir el negro de la tinta en cada letra. Fue en un momento de despiste, uno de esos otros muchos en los que la mirada se rebela de la represión a la que está sometida y busca en el horizonte algo que le alivie. Contemplaba el invariable ecosistema de la plaza que daba a mi ventana. Aquellos columpios sin niños, hora tras hora. Los árboles meciendo sus hojas irregularmente en cada momento del día. Y de vez en cuando algún perro o cualquier señor del vecindario que cruzaba la pista de baloncesto camino al supermercado. Y cuando aquello ocurría era algo que, sin duda, rompía por completo la rutina de aquel jardín sin vida. Tras esa pequeña inspección mi mirada se detuvo en mi mano y el corazón se me detuvo. Me di cuenta.

Era un incidente sobrenatural, fuera de lo común. ¿Cómo podía ser?, no lo se, pero mi carne se estremeció y los poros de mi piel se erizaron como un gato en alerta, casi maullando. Levanté mi mano una y otra vez, a contraluz, en busca de alguna explicación acerca de aquel efecto paranormal. Pero no lo obtuve, por supuesto. Ni lo haría en mucho tiempo.

Corrí escaleras abajo con el corazón en la mano, cotejando pruebas paralelas que ratificaran mi locura. Bajo la luz del cuarto de baño, en la cocina, bajo la enorme lámpara del salón, incluso cogí una linterna para probar que no era mi locura sino algo real. Mi confusión era terrible. No suponía un suceso doloroso, ni siquiera una tragedia, ni mucho menos. Aquello era…¿cómo decirlo?…¡tan extraño!

Decidí contrastar mis visiones con más personas para descartar algún resquicio de esquizofrenia. Es en esos momentos en los que se te disparan las hipótesis. ¡Qué horribles pensamientos pasan por tu mente! Bajo las ligaduras de una camisa de fuerza conseguía verme esterilizado y somnoliento por el efecto de la medicación. ¿Qué ingente insania haría de mí un loco sin razón? ¿Me arrancaría los pelos a tirones y desgranaría mis uñas contra la pared como esos perturbados de las películas? Solamente pensar en aquellas imágenes hacía estremecerme. No quería llegar a ese punto y, objetivamente, no sentía ningún síntoma interno, más allá de aquel suceso, que pudiera hacer pensar a cualquiera que pareciera un chalado. Quizás estas paranoias son dignas de cualquier trastorno, puede ser, pero…

Pablo Melgar

 

 Take me into your skin – Trentemoller