Érase una vez el mayor murciano del mundo, a pesar de vivir en Madrid y ser la viva imagen de un simpático mejicano. Lo del mayor murciano del mundo no se le atribuye por su patriotismo sino por su gracioso tamaño. Recuerdo antaño haber perforado con mis dedos de niño su enorme panzón abultado. Y siempre respondía lo mismo, estuviese alegre o malhumorado: “¡PERO PIJO!”, lo que hacía desternillarnos a los más enanos.

No recuerdo grandes anécdotas de “Jesús Pijo”, así le llamábamos; puesto que nosotros éramos diminutos y chiquitajos. Me refiero no sólo a mí, también a mi primo Carlos. Con nosotros él jugaba agachado, esforzado y limitado por su  contorno ancho. ¡Cómo se reía “Jesús Pijo” con nosotros! ¡Y cómo nos reíamos nosotros con “Jesús Pijo”! Venía siempre a la hora del aperitivo, a ver si pillaba algo. ¡Cómo le gustaban a Jesús Pijo los choricillos bien grasos!

Recuerdo aquella vez que se sentó en una silla totalmente despatarrado. Las patas sufrían y sufrían y poco a poco se fueron curvando; la leche que pegó fue un terremoto tremendamente sonado. La tierra se movió y todos nos echamos la mano a la cabeza acojonados, pero “Jesús Pijo” empezó a reírse a carcajada profunda con el cuerpo incrustado en el empedrado. Fue, cosas de la vida, el recuerdo de él que tengo más claro.

No conozco cómo fue su vida, ni si era trabajador o un vago. Pero se que con mi abuelo realizaban chapuzas mano a mano. Ladrillo a ladrillo y, de vez en cuando, paraban a echar un trago. Tampoco se doblaban el lomo, las cosas como son, y de vez en cuando discutían un largo rato. Pero es cierto que al final quedaba todo perfectamente acabado. Aquella obra de ingeniería no podía ser otra cosa que una barbacoa para hacer unos buenos asados. Grandes comidas, y mejores lechazos. “¡PERO PIJO, PEPE, QUE SE TE ESTÁ QUEMANDO!

Una imagen muy característica suya era delante de un plato, con una mano tragaba y con la otra se limpiaba su largo bigote blanco. Me encantaba, nos encantaba, como se reía aquel charro, era algo tremendamente contagioso. Pasé muchísimo tiempo sin verle, y cuando me lo encontré, tras el paso de los años, era el mismo cachondo mejicano.  Un tipo entrañable, sin duda, era “Jesús Pijo”, y tanto le queríamos. Todavía hoy así le recordamos, con el torso hinchado gracias al enorme corazón que tenía por estómago.

Pablo Melgar

 

El Rey – José Alfredo Jiménez