Cuando eres un niño y te regalan tus primeras botas de tacos, el fútbol es para ti el que te pone los ojos vidriosos cuando enciendes la televisión. Sueñas con tus jugadores favoritos, tus ídolos, tus ejemplos a seguir. Para mí, el fútbol era Raúl González y llevar el número 7. Los partidos de la Champions y los grandes goles. Llegar a ser el mejor del mundo.

Poco a poco vas creciendo y juegas tus primeros partidos, metes tus primeros goles y saboreas la cruda y amarga derrota. ¡Te cabreas por primera vez! Y empiezas a entender que eso del fútbol no es un cuento de Disney, ni mucho menos. Es una batidora de sentimientos que se debaten con un trozo de cuero y unos pocos hombrecillos en pantalón corto y calcetas que matan por hacerse con la victoria.

La ambición se incrusta en tus huesos y ya sientes que sin disciplina, trabajo y esfuerzo no se consigue nada. El fútbol comienza a ser un trabajo físico en el que se comienza a sufrir la parte dura del deporte, la que a la vez da más satisfacciones y frutos, pero también más tardes a trote y dolores de piernas.

 Un momento especial es el del primer grito de tu entrenador, que quizás debido a tu corta edad te provocó unas lágrimas mientras intentabas hacerte con el control de la pelota. Aquella vez que no saltaste de cabeza por miedo a un chichón provocó en tu instructor un dolor en la suya. Ese día pensaste, ¡cuánta presión supone el fútbol, no se si aguantaré! Pero claro que aguantaste. Yo, nunca he saltado de cabeza y llevo a mis espaldas una larga lista de reprimendas por ello. Por eso creo que aprendí a destacar en otros lances del juego para compensar. Y cuando te das cuenta de ello, aprendes a manejar la presión para mejorar. Es parte del fútbol.

 Cuando te haces un poco más mayor empiezas a notar las piernas más cansadas después de cada entrenamiento. ¿Qué fue de aquellos años en los que las tardes tenían 7 horas y no hora y media de carreras tras el balón? Muy lejos quedan, sin duda, aquellas piernas huesudas y flexibles como chicles. Pero también te empiezas a comparar con aquellos que duraron sólo dos entrenamientos y que nunca llegaron a tener esas piernas musculosas que empiezas a forjar en tus propias carnes. Comprendes que el fútbol también es salud, y el cuerpo es el instrumento con el que te vales para jugar así que debes de cuidarlo. Bolsas de hielo, vendajes, largos masajes de piernas, dieta saludable y buenos descansos que siempre te acompañarán.

Pero no todo es superable, es la parte mala del fútbol. Llega un momento en el que esas aspiraciones que desde tan niño vas alimentando se van quedando en meros reflejos de aquellas imágenes de grandeza y triunfos. Y te ves con alguna lesión grave, algún dolor insuperable, enchufes o simplemente una visión de la realidad: sólo llegan unos pocos. En mi caso tuve de recuerdo un tornillo en cada pie, que me acompañan todavía en cada paso de mi vida. Es duro reconstruir tu vida y darte cuenta de que Raúl González no eres tú.

 Es posible que en ese momento empieces a pensar que, ¿para qué tanta salud, tanta disciplina y tanto entrenamiento? Puede ser que para ti no merezca la pena ese sacrificio sino va a venir recompensado en miles de millones, fama y reconocimiento mundial. Para mí si lo merece. Y cuando te quitas esa presión, empiezas a disfrutar del fútbol de verdad. Tu concepción cambia y estás orgulloso de ser un hombre con una salud de hierro, con una madurez prematura debido a la responsabilidad con la que has mediado desde bien pequeño y todas las situaciones adversas que has tenido que superar y con todos los amigos que has hecho en tus andaduras futbolísticas.

 Hoy en día, a mis 21 años de edad disfruto el fútbol como cuando me regalaron aquellas botas amarillas marca Joma, talla 36, y estoy viviendo la experiencia más maravillosa de mi carrera deportiva. No es en un equipo de gran prestigio nacional, como tiempo atrás. Es en el equipo de mi pueblo: el Santiago de la Ribera F. C.

Todo empezó a finales del verano pasado cuando un grupo de compañeros de fútbol, de amigos de toda la vida, de futbolistas que compartimos esa enfermedad que es para nosotros el fútbol; nos vimos sin destino, sin posibilidad de disfrutar en unas buenas condiciones nuestro deporte, que tanto nos gusta. Empezó a forjarse todo en reuniones clandestinas en bares, de la misma forma que emergen los grandes proyectos. Cerveza en mano discutíamos sobre la posibilidad de “si no nos dejan jugar, trabajemos nuestro propio camino”, nuestro propio equipo.

Y gracias a la valentía de un grupo de personas y a su enorme afición empezó rodar la máquina, aquella que días atrás parecía tan difícil de poner a trabajar. Fundar un club, ¡qué locura! decían algunos, los más conservadores del pueblo, esos que sólo entienden el fútbol como un negocio. Dinero, papeleo, un escudo, una directiva y jugadores suficientes. Subvenciones, requisitos, complicaciones, una enorme crisis económica y la rivalidad del otro equipo del pueblo. Cuanta complicación suponía y teníamos lo más difícil de conseguir: dos docenas de enfermos futboleros que seguían sintiendo el gusanillo de saltar al campo y oler a césped.

 Parecía imposible. He de decir que todos tuvimos nuestras dudas sobre el futuro del proyecto y si iba a poder ser realidad. Pero en el primer partido de la temporada, en nuestra casa, en nuestro estadio, en aquel campo sobre el que corríamos de niños y aprendíamos a dar al balón con el interior del pie; tuvo lugar algo maravilloso. Nerviosos en el vestuario esperábamos la hora del partido y la megafonía auguraba ya una gran tarde de fútbol. ¿Habría venido gente a vernos? Al salir a calentar vimos a decenas, centenas de personas del pueblo animándonos y gritando. Con su cerveza y bocadillo en mano, viviendo un domingo de fútbol como los de antes, viendo a los chavales del pueblo.

 Allí me encontraba, preparándome para un partido y hombro con hombro con aquellos compañeros que tiempo atrás estrenaron sus primeras botas conmigo, aquellos que me dieron la primera asistencia facilitándome ese primer gol que marqué con la pierna izquierda, aquellos con los que me abracé ese sábado tortuoso de ardua derrota en feudo ajeno tras un largo viaje en autobús, aquellos que se fueron desperdigando de tu vida y probaron suerte en otros equipos, al igual que tú, o simplemente guardaron sus botas en un armario hasta nuevo aviso. Aquellos, sobre todo, amigos de la infancia que siguen compartiendo vestuario contigo a pesar del enorme obstáculo que son los años. No son todos los que fueron, algunos se quedaron en el camino pero igualmente podías reconocer sus caras en la grada presenciando ese día tan importante. Y tampoco todos son los que algún día fueron, ha llegado gente nueva que comparte esa misma afición que todos nosotros y que empiezan a labrarse un lugar en tu vida, más allá de los terrenos de juego.

Al observar a toda la directiva con la camisa remangada y el mono de trabajo, con la única ganancia personal que la de ver el proyecto funcionar y llenar su enorme afición y amor por este deporte. Al contemplar toda la grada llena de gente animando, incluso una peña de aficionados: los Demonios Blanquiazules; que no salen en la televisión, ni animan a un equipo de renombre con gran capacidad de difusión ni de aspiraciones a grandes títulos sino a unos chavales que sudan la camiseta por representar a su pueblo, por guardar la espalda de sus compañeros y por seguir disfrutando de este deporte. Al oír todo eso en los comentarios que tuvieron lugar entre los transeúntes de la villa, entre las personas del pueblo que comprando el pan comentan el partido del domingo y, por una vez, sienten una afición diferente a la que ven por la televisión. Al cruzarme con establecimientos en los que cuelgan las banderas y las bufandas de nuestro equipo. Al sentirme parte de una gran familia y al vivir todo esto me di cuenta de lo qué es el fútbol en realidad y doy gracias de poder vivirlo.

Pablo Melgar

We are the Champions – Queen