Ser objeto de crispación de las lenguas ajenas te tonifica el ego. En un primer momento sientes rabia, odio y una inervación llameante que invoca la ira de aquellos dioses relegados a inframundos de animadversión y venganza. Escuchas el borboteo de tus vasos sanguíneos en un hervidero de sangre de hierro, níquel, azufre y componentes básicos provenientes de las entrañas del Sol. Y es tu respiración y los latidos esquizofrénicos de tus vasos arteriales los que te incitan a la explosión, a la herida y al sufrimiento. A la visión del vencedor en plano picado. A las narices rotas y cuellos degollados Y a la satisfacción del soldado que llena su vida con pedazos de otras que roba en las almas de aquellos que mata.

 Es aquí cuando el sentido de las cosas se pierde y las decisiones son las del arrebato o la obcecación, la de los estados pasionales y los atenuantes banales. Las decisiones anímicas en carne viva. Entonces la jerarquía social cobra importancia y los asesinos son más asesinos que nunca y los humanos usan su privilegio racional. ¿Y qué nos diferencia de aquellos que privan al prójimo de saborear más amaneceres, sino la opción de pensar?

Le das vueltas. Te lo vuelves a pensar, sí: catástrofe mundial, genocidio grupal, bombas, cuchillos y cabelleras volando. Pero un sudor frío de gota gorda empieza a recorrer tu sien nerviosa, relajando tus ánimos. Miras a tu alrededor, todo transcurre en guerra civil, en jungla y en hastío; en un silencio translúcido. Y, por fin, ves con claridad. Como a cámara lenta. Y decides callarte y disfrutar. Saborear el reconocimiento de tus actos, de tu vida y de tu ser plasmados en los salivazos negros que sueltan los desengañados del mundo contra tu cara, con ánimo de oscurecerte el camino. Como erráticos tiradores de diana apuntan y disparan, dirigen y descargan. Y no hacen más que engañarse y desacertar, de contornearte el camino cada vez más esclarecido: el que provoca la envidia.

Maldigo a todo aquel que se dedica a oscurecer caminos, a todo aquel que desgasta su existencia en cerrar canales, en vallar los valles. Insto a la calma, a la serenidad como arma de destrucción masiva de los cánceres en las mentes débiles. Arengo a escudriñar la dicha en uno mismo y no en las heridas abiertas. Al final aprendes que ser objeto de crispación de las lenguas ajenas te tonifica el ego, y la media sonrisa a ritmo de tangos y sonidos sensuales, la de la tranquilidad, la de la victoria verdadera.

Pablo Melgar

 

Envidia – Antonio Machín